Los días en la mansión de los Condes de Liria se habían llenado de un ritmo distinto. Había movimiento constante en los pasillos, idas y venidas de diplomáticos, cartas selladas con insignias extranjeras, llamadas de confirmación. Aunque todo se manejaba con discreción, la magnitud del evento era imposible de ocultar por completo.
Isadora, sin embargo, seguía convencida de que su boda sería íntima. Había dicho una y otra vez:
—No quiero que esto se convierta en un espectáculo. Mi boda debe ser un día para celebrar el amor, no una competencia de grandezas.
Lo decía con sencillez, mientras revisaba documentos o recorría los jardines. No sospechaba que, tras sus espaldas, los preparativos habían tomado un rumbo mucho mayor.
El primer indicio de que la boda no sería tan pequeña llegó con la llegada de una comitiva de Francia. Tres carruajes adornados con estandartes y escoltados por caballería ligera cruzaron el portón principal. Los diplomáticos de Liria los recibieron con sonrisas c