El mármol del Gran Salón retumbaba con el eco de las conversaciones sutiles, copas de champán elevadas con falsa cordialidad y sonrisas afiladas como dagas.
Isadora, oculta tras su máscara negra y dorada, paseaba entre los invitados como un espectro silencioso. El vestido negro de escote asimétrico abrazaba su cuerpo atlético con elegancia fría, y su cabello, recogido en una trenza pulida, caía por su espalda como una declaración de control.
No necesitaba presentarse. No necesitaba hablar.
Ella era el misterio que todos querían descifrar.
—¿Sabes quién es ella? —susurraban las esposas de embajadores.
—Dicen que es la protegida de Gabriel Belmont. Nadie sabe de dónde salió.
—Algunos afirman que estuvo en Medio Oriente. Otros, que es la heredera de una casa en disputa. —No habla con nadie. Solo observa.
—Y cuando te observa… sientes que lo sabe todo.
A su lado, Gabriel, siempre impecable en su traje de corte italiano, sonreía como quien camina con una bomba que nadie sospecha.