En el contexto de un Sistema autoritario y criminal, una estudiante de literatura se involucra en un culto secreto, místico y revolucionario, impulsada por el amor obsesivo que sentía por John Martell, un antropólogo integrante de esta sociedad.
Leer más—“¡Te digo que esta vez sí va a funcionar!”
—¿Estás segura de lo que estás diciendo?
—“Completamente. Lo vi en una de esas patéticas películas que ruedan en las tardes. No recuerdo su nombre… el tipo se llamaba James Coles o algo así y estaba más loco que tú”.
—12 monos, querrás decir —agrego, fastidiada.
—“¡Esa! ¡Sí! Después de que el James Cole de la película escapa del hospital psiquiátrico donde lo encerraron, deja un mensaje de voz en un número monitoreado por los científicos del futuro, luego de llegar a Baltimore en 1990 y no en 1996 como estaba previsto”.
—Sabías que no resultó ¿verdad? ¡Esto es una estupidez!
—“¡No! ¡Claro que no! Escucha con atención: Esta vez no intentaremos escapar en forma física, no. Lo haremos de otra manera. Algo así como... desde otro plano, desde otro lugar. Hablo de un lugar inaccesible en la memoria de una mujer que ya no serás tú. Le dejaremos una pista a la Carena del futuro, de modo que ella pueda encontrarla y arregle todo este asunto. Es así de sencillo. ¿Qué te parece?”
—Ah ¿de veras?
—“Mira, entendí el tono de ese gélido: “Ah”. ¿Por qué haces esa mueca? ¡Pereces sufrir un ligero retraso mental! ¡No, mejor dicho, un completo retraso mental!”
—¿Por qué mejor no nos olvidamos del asunto?
— “Hablo en serio, Carena”.
—¿Cómo no te das cuenta de que este no es un nuevo plan? Simplemente ¡es una nueva versión de todos los fracasos anteriores!
—“¡No seas insolente! Todos esos intentos fallidos tuvieron algo en común: intentamos sacar ese cuerpo flaco, envuelto en esa bata de enferma, con su cabello corto y trasquilado, ese rostro demacrado y ojeroso, con relictos de moretones...”
—Oh, gracias —interrumpo—. ¡Me halagas! ¡¿Por qué mejor no te callas?!
—“Nada de eso importa ahora, Carena. Luego lo piensas. El punto es que es imposible escapar de aquí. Por esa razón, inventé este nuevo plan. ¡Es brillante, es innovador y lo mejor de todo, funcionará! En este momento lo único importante es que levantes ese trasero flaco y consigas el jodido lápiz y el papel. Vas a tener que decidir, decidir de verdad si vas a darte por vencida o si vas a ganarle una a estos bastardos”.
¿Y qué pasaría si no escucho a la voz en mi cabeza? Mi buena consejera, la voz de mi vieja amiga Araminta, asentada en alguna región de mi cerebro desde hace ocho meses, quizá. Tal vez sea el año 2002. No lo sé. Ahora me es difícil determinar el tiempo con exactitud. No sé si han transcurrido días, semanas, meses o años desde que llegué aquí, al viejo y olvidado Hospital Real Psiquiátrico de Cameron, un territorio destinado a cuidar —y vigilar— a los “peligrosos y diferentes” o mejor dicho, para silenciar a los que con nuestra manera de pensar, sentir o comportarnos, resultamos intolerables para la sociedad. Bastante bien conozco la miseria de esta sociedad y la crueldad de este mundo, pero no es de eso, al menos por el momento, de lo que quiero hablar... Sigo contemplando el paisaje encerrado en el marco de la ventana: árboles teñidos de matices verdes, amarillos, ocres, naranjas y rojos vivos. Todos entremezclados. El cielo se está haciendo dorado. Considero la propuesta de la voz. ¿Qué otra alternativa tengo?
Cosas terribles pasaron y asumo que de muchas soy culpable. Quisiera poder remediarlas algún día, pero no creo tener el valor para enfrentarme otra vez con aquellos terribles secretos ocultos en las profundidades del océano, del bosque. Confieso, bajo tortura mental —más cruel todavía— que la culpa la tuvo la más turbia de mis pasiones, la cual, me condujo directo al camino sin retorno de lo que es ahora mi locura.
Cuando intento analizar a la luz de mi pasado los deseos que motivaron mis actos, me encuentro girando en torno a un fugaz episodio de amor que viví en medio de mi insalvable soledad. No puedo decir que mi vida haya sido siempre oscura y solitaria. Solitaria, quizá. Alguna vez tuve una vida corriente con aspiraciones, sueños y esas cosas que acostumbran tener las personas “normales” a fin de fijarse un propósito en la vida. No obstante, hubo un punto de mi existencia, trágico y dichoso a la vez, en el que mi corazón vislumbró el más desmedido de mis deseos. Colmada de momentos mágicos, me dejé arrastrar a un mundo cada vez más raro y oscuro. Algo terrible llegó con aquellos momentos —algo que aún ignoro en qué medida, algo que aún sigue estando allí— y los transformó prontamente en el monstruo horrible que me trasladó hasta este punto de mi vida. Hoy, acosada por mis extrañas fantasías y sueños, acepto con tristeza, que aquel episodio de amor quedará enterrado para siempre en algún lugar de mi memoria y con él, los terribles secretos de aquellos días.
Aunque quizá… tal vez…
Estoy convencida, sin embargo, que el deseo obsesivo de mi pasado continúa más vivo que nunca y la insistencia de mi pasión me grita volver, volver...
Vuelvo a ser consciente de mi realidad en el sanatorio. Una enfermera no me quita la vista desde el centro del salón y se acerca. Lleva una bandeja metálica repleta de medicamentos. ¡La roja! ¡Esa es mi pastilla! ¿Haloperidol u Olanzapina? No lo sé. ¡Antipsicóticos para todos! Dicen que debo tomarlas para dejar de ver u oír cosas que no existen. No soy tonta. Sé a qué se refieren: el empeño de mi cerebro en creer que la figura de mis sueños es real. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ya no me importa si es real o no. Descubrí que puedo jugar de manera ilimitada con los doctores para hacerles creer o no, lo que yo quiera.
De repente, el hombre intergaláctico me sorprende detrás de mi asiento y me habla al oído con voz nerviosa.
—¿Ya vienen? —pregunta, dirigiéndose al techo del salón—. Quiero ir con ellos... con los seres venidos de las estrellas.
Me habla, pero no es a mí a quien realmente habla. Me mira, pero no es a mí a quien realmente mira. Me estremezco al escuchar aquellas palabras: “seres venidos de las estrellas”. Alguna vez lo escuché, podría ser posible... los seres cósmicos. ¡No! Agito espasmódicamente las manos cerrando los ojos, como queriendo apartar una horrible visión.
—Tranquila, Carena. Nadie quiere hacerte daño —dice la enfermera quien finalmente ha llegado a mi lugar y me tiende con amabilidad, la pastillita roja y un vaso con agua.
La miro con expresión desconfiada y tomo la pastilla de un golpe.
—“¡No! ¡No has debido tomar la pastilla! —exclama la voz—. Ahora, ¿cuánto tiempo nos queda?”
—¡Demonios! Por la posición del sol asumo que pronto serán las seis.
—“Oh no, muy mal asunto”.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! En unos instantes ya no tendré el control sobre mi mente y mi cuerpo, perderé el conocimiento y ¡hasta mañana, Carena!
—“¿Lo harás?”
—Sí —digo, poseída por esa loca idea—. Tengo que concentrarme. ¡Debo hacerlo!
—“Entonces hay que empezar esta fase de la operación de inmediato. Olvídate de la pastilla, Carena, debes controlarte. Observa la escena. Ubica el lápiz y el papel. ¡De prisa!”
El amplio salón de paredes blancas está repleto de mesitas y sillas acolchadas, todas regadas en cualquier parte y en ellas juegan los pacientes con múltiples juegos de mesa: parchís, dominós, ajedrez y damas. Ventanales muy altos y enrejados inician a un poco más de un metro del suelo. Reina una atmósfera intranquila caracterizada por el delirio, la agitación y el furor. Deambulan sin orden ni concierto los furiosos, los peligrosos o como dice el doctor eufemísticamente: los pacientes mentales. Gordos, flacos, altos, bajos, jóvenes, viejos, tristes, risueños, tranquilos e inquietos. ¡Todos bien locos! Un hilo musical ambienta el lugar: lamentos, murmullos, cuchicheos y uno que otro grito estridente. Los lápices y las hojas se encuentran encima de la barra de la recepción situada detrás de la puerta principal del salón, donde una enfermera gorda parlotea amenamente por teléfono. La puerta está cubierta por una malla metálica y cerrada con llave, custodiada además, por un guardia flemático. Tres enfermeras atienden a algunos pacientes. Un guardia recorre lentamente los espacios con las manos entrelazadas detrás de la espalda. A mi derecha, uno de los grandes ventanales filtra a través de sus paneles de vidrio los últimos rayos del sol. Frente a mí, la mesita donde reposa el partido de ajedrez que abandoné y a mi izquierda, el desastre que se avecina...
—“¡Eh, Carena! Los pacientes están muy alterados hoy —susurra la voz en tono de malicioso soborno—. ¡Eso está a nuestro favor!”
—Así es —afirmo con expresión calculadora—. Solamente un milagro evitaría que las enfermeras y los guardias adviertan mi propósito.
—“¡Entonces, mézclate entre la muchedumbre de locos, Carena! ¡Ahora!”
—Debes cooperar, Carena —agrega en voz baja, casi seductora, en tanto se acomoda el traje—. Estás aquí porque debes doblegarte ante el Sistema para poder redimirte. Te estamos otorgando la cordura necesaria para que puedas ver la realidad, nuestra realidad. ¿Todavia no lo puedes entender? Solo la verdad te hará libre, Carena.Lo miro aterrada, aturdida, deseando que solo termine con esta tortura.—A ver. ¡Recapitulemos! —dice con energía renovada—. ¿Cuál es tu nombre?—Carena Weisz —respondo cansadamente, con lágrimas en los ojos.—¿Por qué estás aquí?—Porque estoy enferma.—¿Cuál es tu padecimiento?—Delirios y alucinaciones.—Esa figura monstruosa que te sigue desde el fondo del océano ¿es real?—No es real. Solo es pro
—Es tu última sesión, Carena —anuncia Barker al entrar en la habitación de la tortura, emanando, como siempre, aquel olor desagradable e inconfundible de su cigarrillo encendido—. ¿Cómo has estado? —agrega con cierta amabilidad en la voz, ocultando toda su perversidad bajo ella. —Bien, supongo —respondo experimentando mi temor habitual, atada a la fría camilla y con la luz cegadora sobre mi rostro. Sí, finalmente he aceptado a Barker como mi divino redentor y salvador. Aunque es la peor maldición viviente sobre la Tierra, solo él puede facilitarme el doloroso camino hacia la libertad. ¿Qué debo contestar hoy? No lo sé exactamente. La idea de esta última sesión, lejos de tranquilizarme, solo me ha traído nuevas dudas y aterradores escenarios que han ido envolviéndolo todo, como una enredadera en el bosque monstruoso de mi vida. No hay en mi cabeza más que lagunas, lugares vacíos desprovistos de cuerpos o cuerpos desprovistos de rostros. Los ros
—¿Qué es eso? —pregunté esforzándome por conservar un tono sereno.—Borrado de memorias, linda —dijo en tono perfectamente racional—. Realizan crueles experimentos con estas personas para reformarlos, volverlos dóciles, para que hagan o digan lo que ellos desean. Utilizan drogas, hasta lavados de cerebro con electroshock a más de 40 o 50 veces mayor de la dosis permitida. Todos aquí saben que se realizan ese tipo de prácticas.—Oh... —musité débilmente—. Qué barbaridad...—Forma parte del procedimiento para conservar el orden impuesto —añadió—. Así que no importa que una minoría sufra indecibles atrocidades con tal de que, los millones de personas que habitan este país, puedan seguir alienados y controlados. ¿Lo comprendes?—Sí.—Sería una p
Cuando se desmorona la vida, la realidad, el mundo tal como lo conocías, una tiene que aferrarse a algo, aun en contra de su voluntad, antes de ceder a la aniquilación total. Así que decidí familiarizarme con aquella voz y me dispuse a seguir su consejo en un intento por adaptarme a la vida que ahora tenía, y apartar de mi mente aquellos recuerdos que me atormentaban, de lo contrario, no tardaría en contemplar nuevamente los rojos, pavorosos y estúpidos ojos de mi locura. Intentaba mantenerme cuerda aferrándome a aquella voz, sin embargo, casi de manera imperceptible, los recuerdos volvían y no dejaba de pensar en ellos y cuando empezaba, era imposible dejarlo.—“Tal vez es lo que te mereces —espetó de pronto la voz—. Quizá s&i
Corría despavorida a través del oscuro y neblinoso bosque de pinos, tambaleante, con una sensación de atontamiento producto de las innumerables drogas que me suministraban. El viento soplaba con fuerza y aquella inefable figura me pisaba los talones. Había logrado escapar aquella vez, pero ahora me perseguía. Tenía la sensación que estaba a lo inmediatamente detrás de mí, oía su respiración en mi cuello y sabía que en cualquier momento, alargaría su garra monstruosa, fría y húmeda y la sentiría cerrarse alrededor de mi garganta. Tropecé, rodé y caí al suelo. Chillé del impacto recibido, alcé la vista y allí estaba, su inmensa figura monstruosa con la luna a sus espaldas, sus múltiples ojos verdes y brillantes clavados en mí, su intento de sonrisa deformada que se difuminaba para transformarse en una expresión d
No había luz natural, lo que me impedía tener una idea del tiempo que llevaba allí. Sentía frío, sed, hambre, sueño, pero aquello no superaba mi temor. Estaba demasiado preocupada por nuestra captura, por la desaparición de John. Una sensación de terror me apuñalaba el estómago al imaginar lo que pudieran estarle haciendo en ese momento, las cosas que podrían hacerme. Sabía que vendría una tortura insoportable. Mis pensamientos giraban vertiginosamente: la tortura, el dolor, John, el lavado de cerebro, la figura de mis sueños.Entre el ruido y la angustia, nadie se atrevía a hablar entre sí, parecían tener un miedo atroz a comunicarse, aun así podía oír palabras murmuradas precipitadamente sobre la regla número cuatro. No puedes develar ningún tipo de información sobre las actividades del culto secreto, insis
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