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La nieve lo cubría todo. “No hay paso por la carretera, el autobús tardará”. Se escuchaba en la parada del transporte. Era una tarde de invierno del año 2000 en la isla Victoria. Cursaba el cuarto año de Literatura en la escuela de Bellas Artes. Puse los ojos en blanco y me resigné mirando alrededor para ubicar un lugar donde refugiarme. La nieve ocupaba todos los espacios comunes de la sobria e imponente Universidad de Victoria y un grupo de estudiantes con expresión preocupada, leían y tomaban notas de un vistoso cartel que anunciaba las próximas fechas para el examen ideológico:

“El Sistema te exige que compartas sus principios. ¿Quieres ejercer? ¡Presenta el examen ideológico! Inscríbete en las oficinas generales de tu universidad. ¡Unicidad ideológica para la transformación de la sociedad!”.

¿Y qué pasaría si no compartes sus ridículos principios?, pensé furtivamente mientras me abría paso entre los estudiantes y me encaminaba al edificio principal. El vestíbulo era el único lugar habilitado para albergar a los abandonados por el transporte y precisamente ese día, estaba ocupado por un grupo de oradores bulliciosos.

Daba la impresión de ser un grupo de fanáticos hippies, una especie de predicadores que hablaban sobre el significado de la existencia del ser humano en la Tierra. ¡Vaya tema!, pensaba con sarcasmo. Sin embargo, contaban con una cantidad aceptable de espectadores, y aunque odiaba los tumultos, decidí unirme a la muchedumbre para divertirme escuchándolos un rato. Después de todo, ¿tengo otra alternativa?, me pregunté.

—Ya hemos aprendido lo suficiente sobre el universo y nosotros mismos, como para empezar a afrontar preguntas sobre nuestro lugar en el cosmos y el significado de la vida. ¿Tiene la humanidad un lugar especial en el universo? ¿Cuál es el significado de nuestras vidas?  —inquirió el que parecía ser su líder en tanto me clavaba una mirada acusadora. Sorprendida arqueé las cejas. ¿Se dirige a mí?, pensé, pero por fortuna, prosiguió dirigiéndose a la audiencia.

El cabecilla de aquellos fanáticos no tardó en ser el centro de atención luego de emitir aquellas palabras. Era un hombre joven de aspecto bohemio con una influencia un poco hippie. Vestía una chaqueta vino tinto y pantalón caqui. Alto y delgado. Rostro de elegantes facciones, cabello corto, rubio y ojos azules. Impecable. Tenía un aire de hombre inofensivo y amable. Su voz, sonora y profunda y la forma como se expresaba, le daban un carácter altamente distinguido. Lo detallaba con cuidado, cuando de pronto, sentí un pinchazo en la espalda que me incomodó enormemente.

—¡Demonios Araminta! —exclamé irritada—. ¡Me vas a matar de un susto un día de estos!

Araminta era mi compañera de clases y mi mejor —y única— amiga. Una muchacha de origen asiático, a decir verdad, una rareza importada de Tailandia. Su padre la trajo desde muy pequeña a este “maravilloso” país cuando decidió unirse a una misión humanitaria extranjera y consiguió una residencia de larga duración para él y su familia. Era de baja estatura, tez pálida y largos cabellos lacios y negros. Su personalidad original, relajada y hasta excéntrica, hacía de ella un ser muy inoportuno en algunas ocasiones. Era extremadamente sincera y desinhibida al momento de dar opiniones y consejos, hasta llegar al punto de escandalizarme, sobre todo en el tema sexual. Siempre dueña de la situación y con una respuesta para todo, una especie de heroína de carácter protector quien sostenía que su único propósito en la vida, era cuidar de su inmadura e inexperta amiga Carena.

—¿Qué sucede, Carena? ¿Te asusta pensar en el lugar que ocupas en el universo? —preguntó riendo con ganas—. Son los raros de Antropología ¿No los conocías?

—No —musité perpleja— ¿por qué les dices “raros”?

—Dicen que tienen un culto secreto con sacrificios, orgías y cosas así —asintió mientras encendía un cigarrillo—. No lo sé, eso dicen.

—¿En serio? —comenté horrorizada—. ¿Con el Sistema vigilando?

Libertad de pensamiento, conciencia y religión le llaman en algunos países, mas no en éste. Aquí la religión es el Sistema, un gobierno que rige desde el tiempo de los abuelos cuando durante su juventud, un hombre perseguido como conejo, delineaba en el corazón del bosque el plan de vida para los millones de almas desventuradas que habitaban este país. Solo en los abuelos —los pocos que quedan— vive el recuerdo de lo que alguna vez fue diferente. Cuentan que ese hombre era un genio, un hombre brillante perseguido y torturado por los regímenes de antaño y que logró liberar a la sociedad de la ignorancia, la superficialidad y el individualismo. Era un ser superior cuyo pensamiento se inmortalizó en una cosa llamada “El Sistema”, concepción que por un antojo inconcebible del destino pasó a regir cada aspecto de nuestras vidas. El Sistema era la creación, la salvación y la eternidad, era Dios. A partir de ese momento, sus ideas se convirtieron en la única verdad existente y en el único futuro posible de todos los ignorantes, blasfemos, vagos y en general, todos aquellos seres malos y despreciables a quienes hubo que arrancar todo lo que alguna vez habían aprendido, heredado y practicado durante generaciones, a fin de ser educados en una nueva doctrina para vivir en sociedad, para amar al Sistema, para excluir todo conocimiento inútil y perverso que pudiera hacerlos volver a esa forma de pensamiento y creencia primitiva.

“Dios es el Sistema”. ¡Era la frase que resumía el espíritu nacional! En una sociedad donde todos compartíamos felizmente una misma idea, no era necesario hacerse preguntas. Todo estaba en sus preceptos: qué creer, qué pensar, qué decir, cómo comportarse. Se sabía que creer en algo distinto estaba prohibido. Eso de los partidos políticos, la propiedad privada, la producción independiente, la libertad de conciencia, expresión y circulación había quedado en la historia. Una historia que solo contaban los abuelos en voz muy baja, entre las sombras de las paredes que rogaban no tuvieran oídos. Hablaban de que existía un control total sobre todos los aspectos materiales, culturales y espirituales de la sociedad a fin de perpetuar el culto a un mandato eterno, a un Sistema omnipotente en el que solo requerías obediencia estricta e idolatría extrema para poder vivir —sobrevivir— en sociedad. Nadie quería convertirse en un “problema”. Nadie debía profesar públicamente otra forma de pensamiento, otra creencia.

—Si estos tipos en realidad hacen eso, Araminta —continué— déjame decirte que son verdaderamente osados.

—Pues sí, tal parece que son unos rebeldes. Son de la escuela de Ciencias Sociales. De Antropología para ser exactos. Su líder se llama Judy. Son como cinco sujetos, al menos los más conocidos —proseguía en tanto indagaba con la mirada entre los oradores—. No veo que estén todos reunidos. Yo mejor me largo.

En ese momento, una joven de aparente inocencia hippie y largos rizos cobrizos, nos entregó disimuladamente un pequeño panfleto que rezaba más o menos lo siguiente: “¿Cuál es el propósito de nuestra vida... en este país?”. Lo tomé y leí con cautela, pero al percatarme de las intenciones subversivas del mismo, lo arrojé al suelo de inmediato, aterrorizada y sacudiendo las manos como si se tratara de un exorcismo.

—No, por favor. ¡Me quemo! ¡Me quemo! —bromeaba y me reía a carcajadas, simulando estar en llamas y al tiempo que retrocedía lenta y distraídamente, tropecé por accidente con un ángel dorado caído de su órbita, que se me presentó envuelto en un aura ilícitamente profana.

—Eh, miren por dónde caminan, ¿quieren? —exclamó con una expresión malhumorada y desapareció devorado entre los congregados.

Ese brevísimo instante de mi vida en el cual mi mirada recorrió todo su ser, transcurrió como en modo slow motion. Fue amor a primera vista —o a cualquier vista—. Tuve la impresión de haberme quedado con la boca abierta mientras él caminaba orgulloso y molesto frente a mí, con el ceño fruncido, dando una fumada al cigarrillo que llevaba en la mano. Era hermoso, muy hermoso. No era fornido, media quizá uno ochenta y era más bien delgado. Larga cabellera castaño oscuro a la altura de los hombros recogida en una cola con algunos mechones sueltos. Fuertes facciones, mandíbula definida y un mentón marcado que dejaba ver su barba incipiente. Mirada penetrante de ojos oscuros. Tez irresistiblemente trigueña. Vestía con jeans, un suéter azul y una chaqueta marrón con bufanda. ¡Una radiografía informal de mi hombre ideal!

—¡Eh! —exclamó Araminta—. No te pierdas en su hechizo ¡es uno de ellos!

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