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Durante esa semana se despertaba, a media noche, empapada en sudor. Le daban punzadas fortísimas en la corona craneal y sentía como si su cerebro fuese a explotar. Aquellos malestares sólo le duraban unos minutos y posteriormente caía en un sopor profundo y reconfortante.  

Aunque era una niña pequeña empezaba a familiarizarse con aquellas extrañas sensaciones, después de un mes, ya no le producían ningún tipo de incomodidad.  

Así pasaron los meses hasta que, cierto día, las voces volvieron a susurrar a su oído y las pesadillas fueron terribles. 

En sus sueños, caminaba por un sendero cubierta con una cobija como única prenda. Andaba descalza y sentía a las piedras y a las rocas lastimarle y lacerarle las plantas de los pies.

El cielo estaba teñido en sangre, las nubes negras y cargadas avisaban una catástrofe pluvial

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