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Capítulo III: Sin pensar

En el trayecto, la colina que se alzaba a un lado emitió sonidos extraños. Por una parte estaba tranquila ya que Juana se fue a salvo; pero a ella le tocó esquivar alguna que otra piedra. Unas cuantas fueron lanzadas desde lo alto. Del tamaño de una palma, a una velocidad tan fuerte que si le hubieran golpeado seguramente le causarían una gran herida.

Suspiró, dando un pisotón. Estaba a punto de subir a enfrentar al bromista; no obstante, las puertas del pueblo se encontraban ya a la vista. Dejando de lado el problema, caminó más rápido. Los grandes muros rodeando una inmensidad de casas cubrían la vista al interior. Los puertas reforzadas eran más altas que tres personas juntas y más anchas que un centenar. Al menos, eso era desde el punto de vista de María, quien no conocía más que la pequeña aldea donde vivía.

Al llegar ante ellas, se paró en lo bajo. Sintiendo el enorme poder de la maravilla que podría aplastar su cuerpo. Su cuello dolió al mantenerlo estirado, en un intento de lograr ver la cima desde su posición. Cuando creyó que ya había pasado mucho tiempo distraída se recompuso y dio un paso adelante. Colocó el pie desde el talón, presionando la parte baja; mientras avanzaba. Justo cuando la punta estuvo a punto de tocar el suelo y el otro pie estaba a punto de moverse, un zumbido pasó volando junto a su oído.

El estruendo sonó en la puerta; mientras trozos de piedra se esparcieron alrededor. María parpadeó lentamente, sorprendida al ver cada pieza dispersarse. La marca quedó impresa en la madera. Le costó un tiempo recuperarse antes de girar y gritar a la distancia - ¡Oye, deja de bromear así!, ¡¿qué no ves lo peligroso que es?! - regañó, enojada.

Pero la persona tras los arbustos no se dignó a salir. Con el coraje oprimiendo su garganta, empujó la puerta. El objeto era pesado. Sus zapatos se hundieron en la tierra; en tanto aplicaba fuerza en sus brazos. Abrió lo suficiente y al estar dentro, la madera se movió, cerrándose por sí sola. Admirada por lo sucedido, regresó a la entrada, buscando la manera de abrir de nuevo.

-¡mn! - alguien carraspeó a su espalda. Deteniendo su acto, se giró - ¿tienes algo que hacer en este lugar? - un hombre mayor le preguntó de manera seria. Con una mano en la espalda ligeramente encorvada.

-eh, yo… - buscó la carta en el bolsillo de su falda - vine a buscar a los hijos de mi padre - le tendió el papel arrugado - él murió hace poco. No sé cuándo, pero me acabo de enterar - explicó sin parar.

El señor mantuvo la mirada tranquila. Parecía que la expresión exasperada ya era parte de él - entonces, buscas a tus hermanos - aclaró.

Un rubor cubrió las mejillas de María. No estaba acostumbrada a llamar de esa manera a gente desconocida - es cierto - asintió, un poco tímida.

El hombre guardó silencio. En vista de que María no tenía más que decir, ignoró la carta que le ofrecía - Bueno, ya que no te has perdido, puedes ir a buscarlos - su actitud no era brusca; pero, tampoco amable - cuando quieras salir, tienes que decirme para que te abra la puerta - se giró, dirigiéndose a una garita puesta a un lado.

-Sí, señor - lo vio irse cuando reaccionó - ¡ah! - corrió tras él justo cuando se colocó detrás de una enorme ventana - ¿usted no sabe dónde puedo encontrar a mis hermanos?.

El hombre mantuvo los ojos fijos en ella, sin enojarse. Como si por los años de hacer lo mismo ya no le encontraba emoción a su deber - yo no sé quiénes son tus hermanos.

María volvió a enrojecer. En la aldea tenía fama de ser un poco tonta; no obstante, se debía, más que todo, a que no pensaba antes de hablar - Sí, eh… ¿conoce a un viejo que acaba de morir?.

El hombre parpadeó - no he tenido noticias de una muerte desde hace un tiempo.

-Ah - se apagó, luego pensó de nuevo - ¿conoce usted el nombre de… - abrió los ojos, desenvolvió la carta para luego decir - Ignacio del Cid - y levantó la cara.

Sólo hasta ese momento pudo ver un cambio en la expresión del hombre - ¡¿murió don Ignacio?!.

María también se sorprendió - Sí o eso supe.

Él seguía sorprendido - yo no he sabido nada de eso. ¿Estás segura que es cierto?.

-Bueno… - desvió la vista - lo supe por un rumor.

-de todos modos - el hombre agitó la cabeza, tranquilizando su expresión - ¿buscas a los hijos de don Ignacio?.

María recobró el ánimo - Sí, ellos son mis hermanos.

-¡¿eres hija de don Ignacio?! - el hombre se volvió a sorprender. Se agitó, como si llevara años sin sufrir tantas sorpresas en su trabajo en un sólo día.

-Sí. Bueno… - dudó de nuevo - el nunca me ha reconocido. Pero siempre he sabido que él es mi padre. Incluso me visitó una vez y me entregó esta carta - alzó la mano.

-Si los buscas a ellos debes informarte bien antes de decir que su padre ha muerto. Sino es cierto, puedes ofenderlos.

Entonces, un montón de dudas resonaron en su cabeza - Entiendo - quizás, la noticia fue una mentira para hacerla abrir el sobre y salir en busca de sus hermanos para ofenderlos y que le quitaran la herencia. Se propuso regresar; sin embargo tampoco estaba convencida de marcharse sin comprobar.

-Si aún los buscarás no puedo ayudarte a encontrarlos. Yo sólo conozco la casa donde vive don Ignacio y con él sólo vive una hija. Los demás se mudaron con sus propias familias.

-Ah - lo miró con la boca abierta. Luego se decidió sin pensarlo tanto - ¿puede decirme dónde es?.

-escúchame bien y no te pierdas - el hombre colocó las manos sobre la ventana, inclinándose para ver hacia afuera - sigue la calle a unas diez cuadras de aquí. Gira a la izquierda, luego a dos cuadras más, cruza a la derecha. Después de cinco casas, encontrarás una puerta cafés, ahí es donde debes ir. Ten cuidado, porque el pueblo es muy grande - a pesar de su antipática; aún así la aconsejo.

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