XXXI

La Marea de los Rumores

La bodega abandonada, en el corazón de los bajos fondos, seguía siendo nuestro refugio en medio de la tormenta. La confesión de Silvio, el herrero, un hilo de verdad en un tapiz de mentiras, se había secado en un silencio que solo era roto por el crepitar de una pequeña fogata improvisada. Gonzalo se sentaba en un rincón, su rostro de piedra iluminado por las llamas. A su lado, Orlo, con la arrogancia hecha jirones, se había acurrucado sobre sí mismo, un noble perdido en el mundo de los plebeyos. Y yo, Conan, el lobo de las calles, me encontraba en el centro de todo, un estratega en mi propio reino de sombras.

El plan, que había nacido de la desesperación, ahora tomaba forma. No podíamos asaltar el castillo, no podíamos robar la caja de joyas. Teníamos que luchar con la única arma que teníamos: la verdad. Mi gente, mi red de sombras, ya había comenzado a esparcir el rumor. Un herrero, Silvio, el único testigo en el caso de la tejedora Kaida, había confesado la
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