La oscuridad de la prisión era un manto pesado sobre Kaida, pero el trozo de papel arrugado en su mano, la prueba de que no estaba sola, era una antorcha que iluminaba su alma. Las palabras de Calix, tan concisas y crípticas, eran la llave de un rompecabezas que la oprimía. Su obsesión, que la había encerrado, ahora se había transformado en una alianza secreta. Y su prometida, Isabel, la mujer que había sonreído en el salón de baile, se había revelado como una reina de las sombras.
Kaida, sentada en su jergón de paja, repasaba mentalmente cada una de las frases que le había pasado la guardia sobornada. "El herrero, Silvio, ha confesado la verdad. Isabel es quien tiene la caja de joyas. No confíes en nadie más que en el alfil de cristal. Busca la verdad en el pasado". El últim