XLVIII
El Testimonio Inesperado

El clamor de la multitud en la Plaza del Mercado se acalló con la voz imponente de Isabel. Sus ojos, clavados en Silvio, exigían una confesión que legitimara su ascenso al trono y sepultara la verdad de Kaida. El herrero, pálido y tembloroso, era el peón de una Reina decidida a borrar cualquier rastro de su culpa.

—¡Herrero Silvio! —rugió Isabel, su voz penetrante, una sentencia en el aire—. ¡Confiesa tus crímenes! ¡Confiesa la verdad sobre la tejedora Kaida!

El silencio era pesado, solo roto por el suave crujido de las cadenas que ataban a Silvio. Sus ojos, llenos de un miedo abyecto, se posaron en Isabel, luego en la multitud, buscando una señal, una esperanza. En ese instante, una figura discreta entre la guardia de Isabel, una mujer de rostro severo pero ojos bondadosos, le hizo un gesto casi imperceptible. Era la guardia leal de Calix. Una chispa de determinación se encendió en los ojos del herrero.

—Yo… yo confieso —dijo Silvio, su voz era un susurro roto
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