4

Bajé a la planta baja y encontré a mi padre en su despacho, medio oculto tras un montón de libros, y a mi madre acurrucada en un sofá leyendo un libro.

Parecía un ángel, con su cascada de pelo rubio llena de tirabuzones, su piel blanca como la porcelana y su esbelto y fino cuerpo. Encima de la chimenea, ahora apagada, había una fotografía enmarcada de los tres de hacía unos años.

Parecíamos un cuadro de naciones unidas. En otra época las diferencias en el color de piel de mis padres hubieran llamado la atención, pero en un mundo en que los vampiros y los cambiantes asoman por las esquinas, ese tipo de comportamientos habían pasado a la historia.

En medio de ellos había una versión un poco más joven de mí. Tez ligeramente pálida en las que destacaban unas mejillas algo sonrojadas gracias a un toque de colorete y mis ojos asiáticos, de color negro oscuro. A diferencia de lo que cabría esperar, aunque mi cabello era lacio y caía sobre mis hombros como si siempre acabara de plancharlo, no era de color negro, sino de un tono rojizo que harmonizaba con la infinidad de pequeñas pecas que cubrían mi rostro y el puente de mi nariz.

Era una extraña combinación de rasgos.

De ahí que mis padres se prendaran de mí la primera vez que me vieron.

Tendría yo alrededor de tres años y, aunque habían ido al orfanato buscando un bebé, la pecosa de pelo rojizo con ojos asiáticos que se cruzó con ellos por el pasillo los conquistó.

Cuando le preguntaron por mi historia a la directora del centro, les explicó que me habían dejado allí con un par de años con una nota que aún conservamos en casa.

De pequeña siempre les pedía que me la leyeran, así que, si me lo propusiera, podría recitarla de memoria.

No habla de mis progenitores, sino de mí, aunque supongo que fueron ellos los que eligieron mi nombre, Atlantic, haciendo referencia de una forma elegante y casi poética que mi historia es pareja a la del puente que atraviesa al mismísimo océano Atlántico para unir dos mundos. Esa mezcla en mis rasgos y las diferencias evidentes en los de ellos hizo que cambiaran de idea y se decantaran por adoptarme a mí en vez de a uno de esos adorables bebés que había en el tercer piso y que entraban y salían a gran velocidad, a diferencia de los niños ya no éramos tan pequeños.

Siempre hemos supuesto que uno de mis padres debía ser un americano de origen asiático por mis ojos rasgados y el otro alguien de origen escocés o irlandés por el color de mi pelo; de ahí la historia de que el océano los había unido para crearme, aunque posiblemente también los había acabado separando. Motivo por el que acabé en el orfanato, después de todo.

—¿Qué lees? —le pregunté a mi madre mientras me sentaba a su lado.

—Un clásico —me dijo mientras me mostraba la portada, uno de los muchos volúmenes de Jane Austen que tanto le gustaban. Hay cosas que son ajenas al tiempo—. Esta noche podríamos ir a una pizzería.

—No es como que estemos de celebración —mascullé haciendo una mueca.

—Supongo que no, pero no tengo ganas de cocinar. —Me guiñó un ojo.

Tres horas más tarde estábamos en el italiano favorito de mi padre, luchando para acabar nuestras respectivas pizzas. Tras una victoria bien merecida, optamos por compartir el postre estrella del local, una góndola de porcelana repleta de varias bolas de helado, plátano cortado en rodajas y decorado con pequeños montículos de nata cubiertos por una fina capa de chocolate caliente.

Aquel montón de azúcar y la escapada nocturna tuvo su efecto, porque nuestro estado de humor mejoró. Hacía tiempo que nos habíamos planteado que aquel momento llegaría. Que tendríamos que dar marcha atrás y recolocar las piezas. Buscar otras opciones. Tal vez el hecho de haber tocado fondo era el primer paso para asumir aquello y despegar de nuevo. En la biblioteca. O donde fuera.

No negaré que es posible que el vino ayudara también a facilitarnos esa transición. La ligereza de quien ve el mundo a una cierta distancia y no se siente prisionero de su propia vida.

Mis padres caminaban medio abrazados y yo les seguía a tan solo unos pocos pasos. A veces envidiaba la complicidad que había entre ellos. La forma de amarse. Siempre había soñado en algo así: un amor capaz de negar las diferencias y centrarse solo en lo que de verdad importa. En lo que es el otro. Y en lo que son cuando están juntas, sin importarles lo que nunca serán o fueron.

Sentí un extraño olor en el aire, demasiado dulce.

Mi vello se erizó como solía hacer mientras dormía.

Me mordí el labio inferior de forma inconsciente.

Algo no estaba bien.

¿O eran solo imaginaciones mías?

Lo que fuera, mis padres parecían ajenos a ello.

Intenté tranquilizarme, pero mi corazón latía con más fuerza, ignorando mis súplicas, haciendo que todo mi cuerpo se tensara en estado de alarma. Tal vez por eso pude detectar un movimiento por el rabillo del ojo. Algo sutil que se hizo más evidente cuando mis padres se quedaron quietos de repente.

Se me heló la sangre al ver un hombre vestido en negro y de piel clara alzarse de forma majestuosa tras una caída desde varios metros de altura. Lo supe, antes de verle. Como si de alguna forma pudiera reconocerle. Incluso si jamás había estado frente a uno de ellos y apenas había imágenes que hubieran podido registrar de ellos. Sabíamos que existían. Como las enfermedades. Que pueden antojarse invisibles. Pero son tan reales como el tono rojizo de los ojos de aquel hombre. Era una vampiro. Uno salvaje.

Estábamos frente a un cazador.

Un depredador.

Y no era difícil de asumir que nosotros éramos su presa.

Mi madre gritó y en un movimiento instintivo, mi padre la colocó detrás de él. Como si tuviera intención de enfrentarse al vampiro. Aún sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de hacerlo.

No era un hombre dado a la violencia, pero tenía un cuerpo trabajado. Era de los que decían que la mente trabaja mejor si el cuerpo está en sintonía.

Admito que, frente a un ladrón, tendría posibilidades de abatirlo. Pero delante nuestro no había un tipo desesperado de los bajos fondos. Era un vampiro. Uno salvaje. Un renegado. Y estábamos jodidos.

Me giré como si un resorte me empujara y me encontré que detrás de mí había otro, escondido entre las sombras. Apenas podía definir el contorno de su cuerpo, pero aquellos dos puntos rojizos, sus ojos, evidenciaban qué o quién se ocultaba allí. No sabría decir cómo había podido desenmascararlo, porque no llegué a escuchar ruido alguno y tal vez ya estaba en ese lugar cuando nos adentramos en ese callejón, pero había algo en el olor que emitían aquellos seres.

No fui consciente de cómo adoptaba una posición defensiva, como si yo también estuviera dispuesta a enfrentarle. Igual que mi padre. Incluso si aquel ser se mantuvo quieto, como si, en realidad, no estuviera allí agazapado preparado para emboscarnos.

Supongo que la imagen debía de ser patética, por no decir ridícula. Tres humanos, dos académicos y una joven de poco más de veintiuno, dispuestos a enfrentarse a dos vampiros salvajes. ¡Apaga y vámonos!

Sin embargo, sentía un pulso. La adrenalina. Corriendo por mis vendas de forma frenética, mientras percibía como un murmullo, de fondo, la voz de mi padre, negociando con el vampiro que tenía frente a él. Su cartera. Su vida. Por nosotras.

Oía sus palabras, pero no podía escucharlas. Igual que los gemidos casi silenciosos y llenos de miedo de mi madre. Era como si pudiera percibir el mundo de una forma un tanto abstracta. No tenía otro sentido, porque sentía sus lágrimas resbalando por sus mejillas, si eso tenía algún sentido.

De la misma forma, casi mística, supe que ese vampiro al que no podía ver se había lanzado contra mi padre.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP