Capítulo 2.
Dejar de creer en el ser humano. (Marina).
Mis padres no entendieron mi repentino cambio, ni siquiera las chicas entendían lo que pasaba por mi mente para hacer algo así, pero lo necesitaba, tan sólo quería huir, poner tierra de por medio, esperar a que las cosas se solucionasen solas, incapaz de poder hacerlo por mí misma.
No quería hablar con Isa, o con Francisco, ni siquiera podía decirles que lo sabía, me veía incapaz de enfrentarlos, tan sólo quería que todo se solucionase solo, sin hacer absolutamente nada, que él volviese a ser mi novio y ella mi mejor amiga, nada más.
Me cerré en banda, ignoré todos los consejos de mis amigas, y todas las súplicas de mis padres porque hablase las cosas con él antes de tomar decisiones precipitadas. Pero no podía hacerlo, no cuando sentía como me asfixiaba en aquella ciudad. Quizás fuese el verano, o quizás ese profundo agobio al haber sido traicionada de esa manera, por mi mejor amiga, por mi novio.
¿Cuántas mentiras me habrían contado? ¿Cuántas excusas para no quedar conmigo me habrían puesto, para irse juntos? ¿Desde hace cuánto tiempo me engañaban? ¿Desde hace cuánto tiempo vivía en una mentira?
Encerré todo mi dolor en un oscuro lugar de mi corazón, y tiré la llave, obligándome a mí misma a no sentir nada, a desconectar, y me marché a Dublín, aconsejada por Esther.
“Vete” – me había dicho – “vete a Dublín, distráete con los bellos paisajes de la ciudad” – había insistido – “Estoy segura de que cuando vuelvas lo verás todo de otra manera, quizás cuando regreses tengas el coraje de enfrentar esta situación”
Ni siquiera lo pensé, tan sólo compré el primer vuelo que encontré y me marché sin más, sin pensar en absolutamente nada más.
Esther me dio el mejor consejo de mi vida, no sabéis lo mucho que se lo agradecía, pues tenía razón, cambiar de aires me haría bien, visitar la ciudad, y cada uno de aquellos países me calmó el alma, me hizo comprender que el mundo es un lugar mucho más amplio del que estamos acostumbrados a ver cada día. Uno se siente tan pequeño cuando viaja al extranjero, cuando vislumbra la naturaleza sin más.
Los problemas de los humanos parecen insignificantes cuando uno admira la belleza que nos rodea. Seguro que hay mucha gente que lo está pasando mucho peor que tú en este mundo, o incluso bebés que están naciendo en ese justo momento, gente que se casa, gente que muere. La vida es mucho más corta de lo que esperamos, y yo me había pasado muchos años de mi vida estudiando esa carrera, centrándome en la vida que tenía en Madrid, pero la vida no sólo era eso, la vida era algo mucho más amplio, y aquello me abrumó, de manera sobre natura, me llenó de esperanza, me dio una visión mucho más amplia de lo que en realidad era el significado de la vida.
Me hospedé en el “The Gibson Hotel”, un fabuloso hotel en el centro de la ciudad. Fui a visitar los lugares más míticos, y me encantó, no os podéis hacer una idea de cuánto. Los irlandeses me parecían las personas más amables del mundo, incluso más que los españoles, tengo que admitir.
Pronto me olvidé de Francisco, de Isa y de toda mi vida en Madrid, incluso del móvil. Tan sólo disfrutaba de las vistas, del paisaje, del turismo, de la ciudad, de sus gentes, de la comida, e inmortalizaba cada uno de esos momentos.
Al tercer día se me ocurrió que sería una buena idea pasear después de cenar por la calle, el tiempo era estupendo, justo como me gusta a mí, había refrescado, y parecía que iba a llover, eso sólo me ponía de buen humor.
Pensaba en Esther, podía llegar a entender por qué adoraba la ciudad, yo también podría acostumbrarme a ella, más aún si hacía un clima como aquel. Mientras caminaba calle abajo, hacia el puerto, me habían dicho que por la noche se podían ver las estrellas, y justo quería hacerlo, quería ver tremendo espectáculo.
Iba distraída, como de costumbre, pensando en mis cosas, tomándome fotos aquí y allá, y ni siquiera me di cuenta de que alguien me observaba, desde la otra acera.
Me detuve junto al paso de peatones, metí las manos en los bolsillos, y me balanceé un poco, sobre mis pies, mirando al frente. Al mismo tiempo que un chico se detenía junto a mí, nervioso, mirando al frente, esperando impaciente a que el semáforo se pusiese en verde.
Me percaté entonces, las calles estaban mucho más silenciosas que por el día, y apenas había gente en la calle. Ladeé la cabeza, algo preocupada, mirando de reojo a aquel tipo. A simple vista parecía inofensivo, era un chico delgado, alto, con el cabello largo y alborotado, castaño claro y ojos miel, tenía una expresión extraña en su rostro, como si estuviese impaciente por algo. No era guapo, no me lo pareció a primera vista, era uno de esos chicos que suelen pasar desapercibidos. Me fije entonces en sus ropas, llevaba una chaqueta con el logotipo de la policía.
El semáforo cambió de color, antes incluso de haber sido descubierta por él, y ambos emprendimos nuestros caminos.
Bajé la mano con rapidez, algo intimidada con la situación, tan pronto como tuve el leve pensamiento de mirar hacia sus labios.
Él no dijo nada más, sólo miró hacia las estrellas, al mismo tiempo que lo hacía yo. Hacía mucho que ambos no mirábamos al cielo con tan grado de despreocupación, y nunca lo habíamos hecho junto a un desconocido, en tales circunstancias.
Ladee la cabeza al escuchar tal ofrecimiento, porque la incomodidad con la que lo había sugerido, se veía a leguas que lo estaba pasando mal. Quizás hacía mucho que no trataba con mujeres, quizás por eso era tan …