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Capítulo 3 – Parte 2

Se adentró en el departamento azotando la puerta y fue directo a su cuarto. Se sentía estresada por tanto griterío que había soltado, pero sabía que nada la aliviaría más que un buen baño. Saltó a la cama, agarró la almohada y ahogó un grito allí. No quería que los vecinos pensaran que estaba loca.

Levantó la mirada hacia el reloj apoyado sobre la cabecera de la cama: cinco y treinta.

Se dirigió al baño, abrió la ducha y esperó a que el agua saliera caliente. Ya desnuda, dio un paso bajo el chorro y suspiró. Echó la cabeza hacia atrás, se lavó el cabello, se afeitó las piernas… El agua fue su refugio durante casi una hora.

Al salir, se sentía renovada, sensible. Soltó su cabello, uso la secadora, y fue hacia su cama para aplicarse crema en el cuerpo. Justo ahora, más que nunca, se sentía femenina. Volvería a cuidarse. Notó cómo ciertas partes de su piel estaban resecas. Cerró los ojos, colocó crema en sus hombros y pensó:

¿En qué momento me descuidé tanto?

—Hola.

Levantó la mirada y quedó estupefacta.

Ante ella, estaba su ardiente vecino. Inmenso, fácilmente un metro noventa de músculos definidos: hombros, pecho, abdomen, brazos gruesos. Su piel tenía un tono dorado que brillaba bajo la tenue luz del cuarto, y para colmo, no llevaba camiseta. Ni una prenda que oprimiera su amplio y apetecible pecho. El cuerpo de un entrenador… o de un stripper.

Elena lo imaginó de inmediato, moviéndose sensualmente con la música. Se le cerró el estómago. Definitivamente, le habría puesto unos cuantos billetes en el bóxer… si es que hubiera tenido uno. Porque no lo tenía. Él estaba completamente desnudo.

Y erecto.

Tan desnudo como ella lo estaba.

No había ni un atisbo de vergüenza en su rostro. Al contrario: lo invadía un deseo intenso, indisimulado. Sus ojos, entrecerrados, la recorrían como si buscara un lugar donde empezar a devorarla.

Nunca pensó ver esa faceta de él. Y sin embargo, verlo así, tan imponente, tan dotado, la hizo imaginar cosas que jamás se había permitido pensar con ningún otro hombre.

Anhelaba sentirlo dentro.

Tardó en reaccionar. Se cubrió el cuerpo instintivamente, como si eso cambiara algo. Se acercó a la ventana, pero él, con una sonrisa peligrosa, la miraba con descaro.

—Allí voy —dijo él. Y no sonaba a broma.

Cerró las cortinas de golpe, conteniendo un chillido. Se apoyó en la pared, desnuda, excitada, sin entender lo que le estaba pasando. Se tocó el rostro, notando el calor en sus mejillas. ¿De verdad lo había observado así, tan… intensamente?

No podía quitarse de la mente sus brazos fuertes, sus manos grandes, imaginándolas tomándola, levantándola, envolviéndola en un abrazo cargado de lujuria. Quería que la besara, que le susurrara deseos en el cuello. Su cuerpo lo deseaba más de lo que su orgullo quería admitir.

Se paró de un salto. Tenía curiosidad. Quería ver su trasero perfecto.

Se echó sobre la cama, miró al techo y soltó una risa que le sacudió el alma.

¡Esto era una locura! Amanda, su mejor amiga, no lo perdonaría si no le contaba cada detalle. Esa mujer habría saltado sobre el vecino sin pensarlo dos veces. Casi le causaba gracia imaginarlo: él podía tentar hasta a una monja. Y con ese cuerpo… cualquier mujer lo querría. Especialmente en su cama.

Ding dong.

El timbre la sacó de su nube.

El corazón le latía fuerte. Las palabras de su vecino resonaban en su mente. Aún desnuda, se puso una polo grande, lo primero que encontró para cubrirse. El timbre sonó de nuevo, más insistente.

Con esperanza, pensó que era Amanda.

Abrió la puerta lentamente.

Oh, Dios mío.

Allí estaba él. Otra vez. Desnudo. Con una toalla colgando despreocupadamente del hombro, como si nada. Como si el pasillo no fuera público.

—¿Me invitas a pasar, Elena?

Sintió que se derretía al oír su nombre de sus labios.

—Pero… —¡Maldición! Se le olvidaron las palabras. Su mirada volvió a bajar, directo al miembro semi erecto que seguía igual de impresionante.

—Mira, no sé qué está pasando, pero no puedes andar desnudo así…

—Puedo dejar de estarlo en el pasillo… si me dejas pasar —se inclinó hacia ella—. Déjame mostrarte cómo un hombre debería hacerte el amor, Elena.

No supo qué decir. Estaba confundida, impactada… excitada.

Entonces escuchó los ladridos del perrito del vecino Robert. El señor de más de sesenta años que solía subir con su caniche, Bobo.

¡Oh, no!

Sacó la cabeza para mirar. Bobo ya estaba en el pasadizo.

Sin pensarlo, tomó la mano de Damián. El contacto fue un choque eléctrico. La cerró con fuerza alrededor de la suya y lo jaló dentro del departamento, ocultándolo tras de ella. No sabía si conocía a Robert, pero no quería arriesgarse.

—Hola, señorita Elena. ¿Cómo está?

¡Justo ahora tenía que charlar!

—Buenas noches, señor Robert. Estoy bien.

—Estuve un momentito en recepción. Me dijeron que oyeron gritos hace rato…

En ese momento, abrió los ojos de par en par. No por lo que decía el vecino, sino porque Damián se había pegado a su espalda. Su miembro presionaba su trasero. Una de sus manos la tomó de la cadera… y la acercó más.

Tragó saliva. ¿Eso había sido un suspiro?

La mano de Damián subió, rozando su pierna desnuda. Lentamente. Demasiado lentamente.

—No oí nada. Estaba con música…

Robert metió a su caniche en el departamento, pero seguía hablando.

Y él seguía tocándola.

—Seguramente no era nada. Cuando vengan mis hijas, le aviso para que almorcemos juntos. Ya sabe que la considero como una hija más.

—Ense… —beso en el cuello—. Yo… me avisa. Estoy libre los domingos y los sábados por la tarde… puedo…

Los besos se acercaban peligrosamente a su oreja. Y cuando dejó de hablar, él dejó de besarla.

—Hola, marino Robert —saludó Damián, sacando un poco la cabeza.

Elena casi se desmaya.

—Joven, no sabía que conocía a la señorita.

—Sí, le ayudaré a mover la cama —dijo, con una sonrisa. Elena entendió el doble sentido al instante.

—Puede venir con Elena cuando venga mi familia. Haremos un rico almuerzo.

—Nos vemos, marino Robert.

Elena cerró la puerta de un tirón.

Lo miró. Estaba a medio metro. Desnudo. Imponente. Imposible de ignorar.

No sabía si golpearlo o besarlo. Estaba confundida, excitada, aturdida.

Él tomó su mano y la besó.

—¿Tienes miedo de mí? No voy a hacerte daño. Quiero hacerte sentir muy bien.

—¿Qué quieres? —preguntó Elena, casi en un susurro.

—Te deseo.

—Eh… lo que estás imaginando, no va a pasar.

—Tienes unos hermosos ojos. Y unos labios que muero por besar.

—Tus ojos azules también son preciosos —dijo, mirando instintivamente su erección—. Pero no hay forma de que eso pase en mi habitación. Ni siquiera recuerdo tu nombre.

Damián respiró hondo. Necesitaba controlarse. Si la asustaba, la perdía. Pero no quería dejar pasar esta oportunidad.

—Si no quieres en la cama… puedo tomarte en el sofá. En el suelo. En el comedor. En la ducha. En la ventana…

Elena no quería admitirlo, pero la humedad entre sus piernas era prueba suficiente.

—Déjame besarte, y te haré cambiar de opinión.

Se acercó. Elena tensó los hombros y apoyó las palmas sobre su pecho. Sus labios se rozaron, suaves. Ella no luchó. También lo deseaba.

Pasó sus brazos por su cuello.

Y entonces, él la besó como los dioses.

Fue un beso que la devoró, que la estremeció. Su lengua exploró su boca, sus manos bajaron por su espalda. La levantó la camiseta y acarició su nalga. Notó que no llevaba bragas y gimió en su boca, deslizando la mano hacia su intimidad.

Elena respiraba con dificultad. Abrió los ojos y lo vio mirarla con hambre.

—Preciosa… vas a matarme —susurró él—. Envuélveme con tus piernas.

Ella lo hizo. Y al hacerlo, sintió cómo su miembro rozaba su entrada.

—Oh, Dios —gimió.

Estaba a punto de perder la cabeza.

—Vamos a tu habitación —dijo él, con una sonrisa peligrosa—. No pienso tomarte parado… por ahora.

✨️I N S T A G R A M: soteriasvibes

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