CAPÍTULO 4. Una carta perdida

CAPÍTULO 4. Una carta perdida

El dolor en su pecho era demasiado grande, pero aun así Naiara levantó la barbilla con un gesto desafiante, y no se limpió ni una sola lágrima mientras caminaba por aquella alfombra roja hacia la salida de la iglesia, entre los cuchicheos de todo el mundo.

Llevaba el vestido roto, el maquillaje corrido y el corazón destrozado, y ni siquiera sabía cómo era capaz de dar un paso detrás de otro hasta llegar a la escalinata de la iglesia.

Abajo estaba la limusina en la que había llegado, pero antes de que pudiera subirse a ella escuchó los gritos de su pro… ex prometido.

—¡Naiara! ¡Naiara, por Dios, ¿qué pasó!? —exclamó Justin viendo la tela rasgada.

—Suéltame.

—¡Por favor no te vayas, escúchame! ¡Te amo, perdóname! ¡Naiara…!

—¡Justin, déjala! —escucharon tras ellos y Naiara vio cómo su padre se acercaba apurado—. Deja que se vaya, tienes que estar en otro lugar ahora… la boda tiene que continuar.

—¿Continuar? —Justin Baker frunció el ceño hasta que se dio cuenta, azorado, de lo que aquellas palabras de Rafael Bravo querían decir—. ¡¿Continuar con quién?!

—¿¡Pues con quién va a ser?! ¡Con Nadia! ¡Está embarazada, están esperando un hijo! —escandalizó su padre.

—¡Pero eso no significa que me vaya a casar con Nadia! ¡¿Está loco?! —replicó Justin apretando los puños con impotencia—. ¡Yo estoy enamorado de Naiara, me equivoqué, pero eso no quiere decir que vaya a casarme con Nadia!

—¡Pero ella es tu responsabilidad! ¡La embarazaste! —le gritó Rafael mientras la familia Baker salía de aquella iglesia a defender a su hijo.

—Pues asumiré la responsabilidad por el bebé, pero la única mujer con la que pienso casarme es con… —Justin se dio la vuelta, pero la única respuesta que recibió fue el motor de aquella limusina alejándose.

Adentro, Naiara iba llorando amargamente porque no podía recordar un sufrimiento peor en toda su vida. Se tambaleó saliendo cuando el chofer la dejó en las puertas de la mansión de sus padres, y ni siquiera supo cómo llegó hasta su habitación.

El mundo daba tantas vueltas que terminó devolviendo todo el contenido de su estómago en una papelera y arrancándose lo poco que quedaba del vestido de novia bajo el agua caliente de la ducha.

Tenía que marcharse de allí. Tenía que irse. Desaparecer… No era solo el hecho de que su padre le hubiera dicho que no la quería en su casa, era que toda su familia la había traicionado y no podía seguir quedándose bajo su mismo techo, viendo cómo Nadia se casaba y tenía un hijo con el hombre que ella amaba.

Miró a su maleta, que ya estaba hecha para la luna de miel, con los boletos de avión encima. Sin embargo necesitaba más para irse, y Naiara se vistió a toda prisa porque sabía que tenía el tiempo contado. Un jean ajustado, un suéter negro y botas de tacón bajo. Tenía el cabello húmedo y nada de maquillaje, solo el contorno de los ojos y la punta de la nariz dibujados por el llanto.

Se apresuró a ir a la habitación de sus padres y empezó a rebuscar afanosamente entre los regalos de su boda. Sabía que era la tradición mandar dinero a los recién casados, y que habían muchos pero muchos sobres con dinero en efectivo o con cheques, y necesitaba todo el que pudiera para escapar. Porque no iba a mentirse a sí misma pretendiendo que no era eso lo que quería, escapar.

—¡¿Dónde están, dónde están?! —murmuró para sí misma, desesperada, hasta que recordó la caja fuerte de su padre, que seguramente no dejaría aquellos sobres llenos de dinero a la vista del servicio.

Por suerte toda la familia sabía la combinación, así que Naiara la abrió apurada y encontró más de treinta sobres dirigidos a ella y a Justin por el día de su boda. Los puso sobre la mesita más cercana y rompió el primero, sacando el efectivo para ponerlo en una bolsita y tirando el sobre; pero antes de que este cayera en la papelera a su lado, los ojos de Naiara tropezaron con un papel en el fondo de ella.

Se agachó con curiosidad y levantó aquella carta firmada por alguien a quien no veía desde hacía muchos años.

—¿El abuelo Félix? —murmuró porque no imaginaba que se hubiera molestado en mandar algo de regalo para su boda.

Sin embargo en el mismo momento en que comenzó a leer se dio cuenta de que no era una carta de felicitación, sino que su abuelo estaba pidiendo ayuda.

“Querida Naiara:

Te escribo porque las cosas en El Mirador han cambiado mucho. Ya estoy viejo y enfermo, y no puedo seguir cuidando de la hacienda. Los olivares están muriendo y yo ya no soy suficiente para mantenerlos solo. Por eso he decidido vender todas mis tierras, la casa, lo último que queda de mi patrimonio.

He recibido algunas propuestas, pero ahora hay que hacer muchos trámites legales que yo no conozco, y se me hace muy difícil ir a la ciudad o comprender a los abogados. El Mirador es lo único que me queda y no quiero que alguien me estafe y termine destruyendo todo de la peor manera.

Por eso te pido que vengas a ayudarme. Ustedes los jóvenes saben mejor cómo hacer todos esos papeles y yo ya necesito descansar. He mandado otras cartas a tu padre, pero no me ha respondido ninguna. Espero que tú sí guardes un poco de amor para tu abuelo y puedas venir en mi ayuda. Vuelve a casa, hija, por favor.

Con amor.

Tu abuelo Félix.”

La mano de Naiara temblaba cuando terminó de leer aquella carta.

¿“Con amor”? ¿Qué significaba eso?

Desde hacía quince años Naiara venía creyendo que su abuelo la odiaba por lo que había pasado en la hacienda, por el incendio, por todo… Y en cambio él le estaba pidiendo auxilio, escribiéndole una carta que… ¡que sus padres no habían dudado ni un momento en echar a la basura!

Su corazón se disparó en su pecho mientras volvía a releerla. ¿Por qué sus padres le habían ocultado aquella carta? ¿Por qué la habían tirado? ¿Por qué no le habían dicho que su abuelo estaba enfermo y pidiendo ayuda?

Todas aquellas preguntas la atormentaron en un solo segundo. Durante años había cargado con una culpa enorme, pero no se había atrevido a buscar el perdón de su abuelo. Sin embargo antes de que pudiera perderse en aquellas reflexiones, el escándalo en el jardín frontal le avisó que se estaba quedando sin tiempo.

Echó todos los sobres en la bolsita y corrió hacia su habitación. Echó afuera su maleta por una ventana y saltó detrás, alejándose por la salida trasera de la casa. Apenas llegó a la calle detuvo un taxi y lo siguiente que supo era que estaba camino al aeropuerto.

Las lágrimas seguían cayendo incesantemente por sus mejillas. Tenía en una mano su boleto para Fiji en primera clase, Fiji, donde debía pasar su luna de miel con Justin; y en la otra tenía aquella carta de su abuelo con una frase que había estado esperando escuchar durante años:

 “Vuelve a casa”. Una frase difícil de ignorar cuando no se tenía a dónde ir.

El anuncio en los altavoces la hizo reaccionar y se acercó al mostrador extendiendo su boleto.

—Es un boleto flexible. Necesito cambiar el destino —murmuró apretando los dientes para contener las lágrimas.

—Claro —dijo la asistente—. ¿A dónde desea ir, señorita Bravo?

—A Madrid, con conexión a Sevilla, por favor.

“A España…”

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