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El sol de la mañana se colaba por las rendijas de las cortinas, pintando la habitación con un tono dorado. Amelia abrió los ojos lentamente, la confusión instalada en su mente antes de que el cerebro pudiera procesar la realidad. El suave peso de una sábana de seda sobre su cuerpo, el rastro de un perfume masculino, todo le gritaba que no estaba en su propia habitación.

De repente, la imagen de la noche anterior, el beso, la pasión desatada, la inmovilización, la intimidad... todo volvió como un remolino.

Se incorporó de golpe, la sangre subiendo a sus mejillas con una velocidad vertiginosa. Vergüenza. Era la única palabra que podía describir lo que sentía. ¿Cómo había permitido que esto sucediera? ¿Cómo había terminado en la cama de su exmarido, una decisión que, en su mente, era tan desastrosa como estúpida?

Se llevó ambas manos a la cara, como si quisiera ocultar su sonrojo, y cruzó los dedos, pidiendo al cielo que Maximilian no entrara todavía. Quería escapar, desvanecerse antes
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