El día que Amelia y Maximilian habían esperado, el momento en que su amor, forjado en la adversidad y el entendimiento, finalmente se sellaría. Lejos de cualquier formalidad impuesta, esta boda era un testimonio de su conexión inquebrantable.
Amelia, en la suite nupcial, se miraba en el espejo. El vestido de novia, un diseño sencillo pero elegante que abrazaba su figura con gracia, no la disfrazaba, sino que realzaba la mujer fuerte y serena en la que se había convertido.
Además de que se notaba tan hermosa su panzita de casi seis meses.
Había nervios como si fuera la primera vez, también la profunda calma de saber que tomó la decisión correcta.
Sus manos no temblaban al sostener el ramo de orquídeas blancas y eucalipto, una combinación de delicadeza y resistencia. El ligero maquillaje resaltaba sus ojos, que irradiaban una luz genuina de felicidad.
—Estás radiante, Amelia —dijo Laura, su voz teñida de emoción mientras ajustaba el velo de encaje.
Amelia se volvió y le sonrió