Las espejadas puertas del elevador se corrieron, y Maximilian ingresó a la caja metálica, todavía inmerso en sus pensamientos. Esperaba llegar al piso correcto, pero de repente, su teléfono comenzó a vibrar insistentemente en el bolsillo de su pantalón. Miró la pantalla iluminada y frunció el ceño al darse cuenta de que se trataba de su madre.
La realidad era que había estado tan ocupado con el negocio que no la visitaba con la misma frecuencia que antes. Sentía una punzada de culpa por no hacerlo, pero intentaría encontrar el tiempo pronto.
—Madre, ¿cómo estás? —preguntó, intentando sonar más animado de lo que realmente se sentía.
—Es extraño —respondió ella—, se siente igual de bonito cuando me llamas Ana o madre. Maximilian, he estado bastante deprimida por la muerte de tu padre. Siento que hay momentos en los que me debilito más. Pero sé que también es demasiado pronto para recuperarme; ya habrá tiempo para que sanen estas heridas en mi corazón. ¿Y tú, cómo sigues?
—Yo... supongo