Después de pensarlo durante un largo rato, Amelia decidió que ir a ver a su padre sería lo correcto. Enfrentarse siempre a la situación era lo idóneo, mucho mejor que esconderse como una cobarde. Por eso, cuando el día laboral había culminado, abandonó la oficina con una determinación férrea, dispuesta a manejar hasta la casa de su padre. Sin embargo, el destino, o la casualidad, la encontró con Maximilian en el estacionamiento. Otra vez sintió esa necesidad imperiosa de acercarse a él, de preguntarle al menos cómo había sido la jornada, si todo estaba bien. Pero el recuerdo de la distancia que él había pedido la detuvo. Resignada, terminó asumiendo el volante de su auto para ponerse en marcha, el corazón apretado.
Maximilian, que incluso no le había dirigido una sola palabra después de verla en el estacionamiento, se sentía un idiota dentro de su auto. Pensaba que estaba siendo demasiado extremista, un castigo innecesario para ambos. Pero al mismo tiempo, una fuerza inexplicable lo