El regreso a casa fue inmediato. Maximilian y Amelia llegaron, cada uno sumergido en su propio abismo de dolor.
Amelia se dirigió directamente a su habitación, el seguro de la puerta se deslizó con un clic que resonó como el cierre de una tumba. Se dejó caer sobre la cama, un sollozo ahogado escapó de sus labios, abriendo la compuerta de un llanto inconsolable que empapó las sábanas. La culpa y el arrepentimiento la consumían, mientras la verdad, tan largamente guardada, se desangraba de su pecho.
Amelia se encogió en sí misma, las rodillas pegadas al pecho, temblando incontrolablemente. La luz de la luna apenas se filtraba por la ventana, bañando la habitación en una penumbra que solo acentuaba su angustia. Las palabras de Maximilian, su furia, su incredulidad, se repetían una y otra vez en su mente. Se sentía como una traidora, no solo para él, sino también para sus padres. La decisión de revelar la verdad había sido tan difícil, y ahora, en la soledad de su habitación, el peso de