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Amelia se mantuvo inmóvil, todavía expectante, deseando una explicación más allá de las palabras borrachas de Maximilian.

—Solo dices eso porque estás ebrio—le espetó, aferrándose a la idea de que todo era producto del alcohol.

Pero él, con sus palabras aún enredadas por la bebida, insistió en que no mentía, que su estado no tenía nada que ver con la verdad de sus palabras. Con torpeza, le repitió la razón de su pasada aversión: la relación de su madre con su padre, un secreto que, como un niño, lo había marcado. Amelia se sintió estúpida, completamente ajena a esa parte de su historia, a ese dolor ajeno que ahora la salpicaba.

Una punzada de comprensión la invadió, un destello de empatía por ese niño que había sido Maximilian. Pero permaneció en silencio, sin saber cómo procesar la avalancha de emociones que se le venía encima, sin saber cómo sentirse.

Finalmente, Amelia rompió el tenso silencio.

—Vamos, te llevaré a tu habitación—le dijo, la voz suave, casi un susurro. Maximilian
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