Isabella permaneció sentada en la cama, demasiado perezosa para levantarse. Después de un momento, volvió a recostarse, pero al final se obligó a ponerse de pie. Mientras se recogía el cabello y vagaba sin rumbo por la habitación, chocó por accidente con Max, que acababa de salir del baño.
Por segunda vez, Isabella se encontró cara a cara con su pecho desnudo. Su rostro se puso rojo como un tomate y dio media vuelta enseguida, negándose a mirarlo.
—¡Ponte la camisa de una vez! De verdad deberías dejar ese mal hábito —reprochó Isabella.
Max no dijo nada. Caminó hacia el armario, tomó una camisa y se la puso.
—¿Ya estás vestido? —preguntó Isabella al cabo de un momento.
—Sí —respondió Max con tono plano.
Isabella se giró justo cuando alguien llamó a la puerta del dormitorio. Frunció el ceño. ¿Quién podría ser? No había nadie más en la casa aparte de ella y Max… ¿verdad?
—Adelante —dijo Max.
La puerta se abrió, y una mujer de unos cuarenta y tantos años entró con una sonrisa amable.
—Bue