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Habían pasado tres días desde que Lis llegó a la mansión de Théo Campos. En esos días, Maia evitaba conversar con Théo cualquier cosa que pareciera o se volviera trivial, pues no conseguía mirarlo sin recordar lo que había escuchado detrás de la puerta.

Era doloroso y, al mismo tiempo, vergonzoso. Sentía culpa por admitir que le estaba gustando, aunque no hubiera ningún motivo aparente.

En la sala de estar, los dos se sentaron a la mesa solos para desayunar, ya que Lis aún no se había despertado.

Théo notaba que algo muy malo estaba pasando, pero no sabía identificar qué era. Él percibió que, mientras Maia tomaba café, evitaba cualquier contacto visual.

—Usted anda muy callada últimamente. ¿Algo le preocupa? —preguntó educadamente.

—No. —Respondió ella.

—No la veo mucho por la casa, ni siquiera la veo entrar en su cuarto.

—Estoy aprovechando que solo estamos nosotros en la casa y quedándome con mi hija. —Maia respondía sin mirarlo.

—Probablemente, mi abuelo llegue hoy. —Esperó a que e
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