cap.8

Capítulo 8: La Humillación de Aurora

La gobernanta, con un semblante serio y preocupado, se acercó a su habitación, silenciosa como una sombra. Sin decir palabra, le indicó a Aurora que la siguiera y, sin opción, ella obedeció. Cepillándose rápidamente el cabello y vistiendo un vestido sencillo, corría descalza para alcanzar a la gobernanta.

El pasillo se veía imponente y vacío, y ella se sintió pequeña ante la grandeza del lugar. Con cada paso, sentía el peso de su destino. La casa ahora era un laberinto de secretos, un espacio que apenas conocía, pero que ya estaba impregnado de angustia.

Al llegar al despacho de Andrews, dudó un momento frente a la pesada puerta antes de entrar, con la gobernanta detrás de ella.

Andrews estaba sentado detrás de su escritorio, de espaldas a ella, mirando por la ventana. El silencio en el aire parecía denso, cargado de una tensión creciente. Cuando la oyó entrar, no se giró de inmediato. Se mostraba tan seguro, tan inquebrantable en su poder.

Finalmente, se volvió y, con un suspiro cansado, extendió una hoja de papel hacia Aurora.

—Aquí tienes tu lista de quehaceres —dijo con voz grave, sin un ápice de emoción—. Todo lo que recibas en esta casa no será gratis. Trabajarás para tu sustento y, como cualquier empleado, tendrás tus obligaciones.

Aurora miró el papel con frustración. Sabía que él intentaba humillarla, que quería que se sintiera inferior, pequeña, sin valor.

Lo miró, decidida a no doblegarse ante su desprecio. Sin embargo, su voz tembló levemente.

—Haré lo que sea necesario, pero exijo un salario —dijo con firmeza, sin ocultar el resentimiento—. No voy a someterme a que me traten como una esclava. Si voy a trabajar aquí, necesito que me remuneren como a cualquier otro empleado.

Andrews arqueó una ceja, sorprendido por su atrevimiento, pero pronto recuperó la compostura. Susp iró, molesto, aunque parecía dispuesto a ceder por un momento. Con un gesto impaciente, aceptó su propuesta, revelando una sonrisa astuta.

—Muy bien. Tendrás lo que quieres, pero no creas que eso cambiará nada —dijo con indiferencia—. Sigues aquí por lo que hizo tu familia.

La gobernanta observaba incómoda la tensión entre ambos, sin saber cómo apaciguar la situación. Percibía que el ambiente se volvía cada vez más denso, pero permaneció en silencio, esperando el desenlace.

Antes de irse, Aurora se quitó el anillo de bodas y, sin decir palabra, lo dejó rápidamente sobre la mesa de Andrews. Él la observó inmóvil mientras ella lo miraba un instante, con una mezcla de desprecio y tristeza en los ojos.

—No voy a usar esto —dijo con firmeza—. No quiero que nadie piense que la esposa de este hombre es tratada como una sirvienta. Porque, en este momento, no te considero nada.

Sus palabras resonaron en el aire y, por un momento, Andrews permaneció en silencio, como si no supiera cómo reaccionar. Finalmente, se inclinó ligeramente hacia adelante, con expresión fría.

—Pensándolo bien... no será tan fácil provocarme —respondió mirándola fijamente—. Dije que te pagaría por tus servicios, pero no verás un centavo. Ese dinero se usará para saldar lo que Janete tomó. Con tu trabajo, pagarás la deuda poco a poco. ¿Qué opinas?

Por un momento, Aurora quedó sin palabras. Apretó los labios, sintiendo un odio creciente hacia Andrews.

—¿Yo? ¡Tú diste el dinero porque quisiste! ¡Lo compraste porque quisiste! ¿Qué tengo yo que ver con la deuda de ustedes? ¿Crees que ya no tengo suficientes problemas? Y todavía tengo que lidiar contigo y con toda esta m****a que está cayendo sobre mi cabeza... ¿y ahora quieres que trabaje para pagar algo de lo que no vi ni un centavo?

—Exactamente —confirmó él con indiferencia.

Aurora se acercó al escritorio, tomó de nuevo el anillo y esta vez se lo arrojó al rostro. La gobernanta apartó la mirada mientras ella salía corriendo del despacho como si huyera del mismísimo diablo.

—¿Se atrevió a hacer eso? —preguntó él, incrédulo.

 —¿Hacer qué? —respondió la gobernanta, disimulando y fingiendo no haber visto nada.

 —Lo hizo... —apretó los puños conteniendo la rabia, mientras la gobernanta sonreía discretamente para que él no lo notara.

Aurora corrió por el pasillo y, al entrar en su habitación, sintió que el peso del día la aplastaba. Las lágrimas comenzaron a caer silenciosamente mientras se dejaba caer sobre la cama. El vacío que la rodeaba la asfixiaba. Sin nadie que la apoyara, y como si no fuera suficiente, ahora era tratada como una empleada, sin valor, sin dignidad.

—No me voy a quedar aquí... —murmuró para sí misma, con rabia y miedo.

Hundió el rostro en la almohada, llorando en silencio, el cuerpo temblando de angustia. Sabía que no podría escapar tan fácilmente, pero juró que encontraría la manera de huir de esa prisión.

Mientras tanto, Andrews permanecía en su despacho, con una sonrisa sádica en los labios, sintiendo que había dado un paso más en su venganza. Miró el anillo sobre su mesa y, por un momento, se permitió pensar en lo que realmente quería. Pero el deseo de humillar a Aurora y hacerla pagar por los errores de su familia seguía siendo más fuerte, aunque sintiera que era tan incorrecto.

"¿Cómo puede ser tan atrevida...? Primero la bofetada, ahora el anillo", pensó Andrews, con una chispa de frustración.

Los días que siguieron al enfrentamiento fueron un tormento constante para Aurora. Desde que él le dio la lista de quehaceres, su vida se convirtió en un ciclo interminable de tareas humillantes y de total subordinación. Andrews, con su postura arrogante, parecía empeñado en recordarle cuánto la despreciaba, obligándola a realizar labores domésticas que, para él, no eran más que un castigo disfrazado de responsabilidad.

Cada mañana, aparecía en la cocina, observándola con una mirada helada mientras ella le preparaba el desayuno. A veces, no decía una palabra, solo la miraba como si fuera un mueble más que debía ser utilizado. Cuando hablaba, su voz era áspera y sin compasión.

—Lava eso, Aurora. Limpiarás la casa como cualquier otra empleada. No me importa si crees que es humillante, porque vas a pagar el dinero que me vi obligado a darle a tu familia —decía con una sonrisa cruel, con la intención de aplastar cualquier resto de dignidad que quedara en ella.

Aurora intentaba, a toda costa, no mostrar su frustración. Cada movimiento era hecho con la intención de no derramar lágrimas. El trabajo era agotador y las miradas de desprecio de Andrews lo hacían todo aún peor.

Sentía una presión insoportable, no solo por las tareas físicas, sino por la constante humillación emocional, mientras los demás empleados la miraban con preocupación, sin poder ayudarla, ya que Andrews siempre la vigilaba y les prohibía intervenir.

La sonrisa cínica de Andrews, su indiferencia... todo la hacía sentirse más pequeña cada día. No importaba cuánto intentara mantener la compostura, la sensación de desesperanza se enraizaba más y más.

Por la noche, ya en su habitación, no pensaba dormir. Esperó hasta la madrugada, cuando la mansión estuviera en silencio y todos durmieran. Entonces, salió y fue hacia el despacho de Andrews. Giró la manija y entró. El ambiente frío, con olor a recién ordenado, no le interesaba. Su objetivo era el teléfono sobre el escritorio.

Lo tomó, marcó rápidamente un número y esperó respuesta, pero nadie contestó.

—¡Janete!... ¿De verdad me abandonaste? —susurró, sintiendo que las piernas le fallaban. Probó un segundo número y fue atendida rápidamente, pero guardó silencio, esperando escuchar la voz. Sus manos temblaban, temerosa de que respondiera otra persona.

—¿Aurora? ¿Eres tú, querida? —preguntó una voz débil.

Aurora colgó enseguida, apretando el teléfono contra su pecho y cerrando los ojos mientras las lágrimas escapaban.

—Qué bueno... qué bueno... —murmuraba para sí misma, como si oír aquella voz fuera un alivio. Pero despertó de sus pensamientos al sentir el roce de un dedo ajeno que limpiaba sus lágrimas. Se quedó petrificada, sin atreverse a mirar.

¿Cómo era posible que alguien la hubiera descubierto?

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