A la mañana siguiente, Serena despertó y notó que Esteban ya no estaba a su lado.
Bajó a la cocina, se sirvió un vaso de leche caliente y, mientras lo sostenía, recibió una llamada de Luisa, entrecortada por los sollozos.
Con un fuerte dolor de cabeza y aún medio adormecida, Serena se apresuró a salir con una tostada en la boca.
En su camino, se encontró con el tráfico matutino: el mapa mostraba que los doscientos metros siguientes estaban completamente bloqueados. Curiosa, asomó la cabeza por la ventanilla.
Una ventana bajó en el carril opuesto: era Lorenzo, con expresión fría, que la miró fijamente y preguntó con voz tensa:
—Serena, ¿a dónde vas?
—¿Eh? —respondió ella, confundida.
Pero en esa ciudad de veinte millones de habitantes no tenía sentido coincidir... a menos que un guion lo dictara. Porque, como pasa en el libro, cuando los personajes principales salían, siempre se cruzaban con rostros conocidos.
Ver a Serena tan distante y glacial dejó a Lorenzo con un nudo en el pecho.