Julieta se incorporó de la cama, con los ojos hundidos, mientras gritaba:
—¡Dalila, no hagas nada!
Desde el otro lado del teléfono se escuchó la engreída voz de Dalila.
—Julieta, sé que llevas dos días buscando a don Camilo y, la verdad, me sorprende que hayas llamado a la policía. Te voy a dar esta única oportunidad. Si fallas, ¡solo podrás recoger su cadáver!
Julieta apretó los dientes y trató de calmarse.
—Está bien, dilo ya.
—Nos vemos en Villa del Oeste a las siete de la tarde —luego Dalila se mofó y enfatizó—: Julieta, tienes que venir sola. Si te atreves a llamar a la policía o a Ismael, te garantizo que no lo verás con vida.
Después de colgar el teléfono, Julieta dejó caer su mano derecha con impotencia.
Conocía los riesgos.
Pero no podía ver morir a don Camilo. Tenía que ir, aunque supiera que el otro lado traía malas intenciones.
A las seis, al final de la última ronda de la tarde, Julieta sacó la ropa que le había prestado la enfermera, corrió al baño y se cambió. Luego se