Capítulo 6: : Los hilos de la sanación y la sombra de la manipulación
La primera semana en la mansión del Alpha había transcurrido en una quietud tensa para Agnes. Cada día era un equilibrio precario entre el lujo abrumador y el terror latente que aún la atenazaba. Las sábanas de seda y el exquisito aroma de las flores frescas en su habitación eran un contraste brutal con la miseria de su pasado. Se sentía como un objeto, una reliquia delicada que Amón había decidido rescatar, no una persona con alma. Sin embargo, en la quietud de las noches, el suave resplandor del collar de luna en su pecho se había convertido en un faro. Al tocarlo, sentía una extraña calma, un ancla que la mantenía a flote en el mar de sus recuerdos. Era el único objeto que le ofrecía consuelo genuino, un recordatorio silencioso de una promesa que aún no entendía del todo.
Amón seguía visitándola cada noche. Se sentaba en la silla de terciopelo frente a su cama, a una distancia que ella dictaba con su propio lenguaje corporal, su quietud, su ligero temblor. Le hablaba con una voz grave, casi un murmullo, llenando el silencio con anécdotas de la manada, de sus tareas diarias como Alpha, e incluso, a veces, de su propia frustración al buscar a su mate, sin saber que la tenía tan cerca. Agnes no respondía con palabras; su voz era un fantasma, atrapada en un nudo de miedo y desuso. Pero la pequeña pizarra que Dimitri le había traído, a sugerencia de Amón, se había convertido en su puente al mundo. En ella, con trazos lentos pero firmes, le preguntaba sobre el bosque que se extendía más allá de su balcón, sobre los ruidos nocturnos que la intrigaban, sobre las constelaciones que brillaban en el cielo. Y Amón, con una paciencia que asombraba incluso a Dimitri, le respondía a todo, sus ojos grises suavizándose cada vez que un atisbo de curiosidad o asombro rompía el caparazón de silencio de Agnes. Observaba cada uno de sus movimientos, cada parpadeo, cada pequeña señal de vida que florecía en ella.
La presencia de Dimitri, sin embargo, era un bálsamo diferente. Con él, la risa de Agnes, tan rara y fugaz, se hacía más frecuente, un sonido tenue que Amón atesoraba. Dimitri no la agobiaba con preguntas profundas ni la trataba con una cautela excesiva. Simplemente se sentaba con ella, le contaba chistes tontos que había escuchado de los guardias, le mostraba trucos de magia que había aprendido de un viejo lobo chamán —ilusiones simples que la hacían abrir los ojos como platos—, o le narraba historias disparatadas de sus propias aventuras. Su energía era contagiosa, un torbellino de ligereza y humor. Con él, Agnes se sentía menos como una víctima y más como una persona normal, una chica que podía reír y maravillarse. Era una liberación, un respiro de su constante batalla interna.
Una tarde, mientras Dimitri le contaba una anécdota hilarante sobre un guardia que, en un intento de impresionar a una Omega, se había caído de cabeza en un cubo de pintura azul, Agnes se rió a carcajadas. Una risa limpia y fuerte que sorprendió incluso a Dimitri, quien se detuvo en medio de su relato, sus ojos azules fijos en ella. Amón, que había entrado sigilosamente en la habitación y se había quedado en el umbral, observando la escena, sintió un pinchazo en el pecho. No eran celos, no del todo. Era una mezcla compleja de alivio, gratitud por verla tan viva, y una punzada de dolor. Dimitri podía hacerla reír tan libremente, mientras que él, el Alpha, su mate, apenas lograba arrancarle una sonrisa tenue, un gesto fugaz de su doloroso pasado.
—Mírala, Amón —susurró Dereck en su mente, su voz suave, casi reverente. —Mírala. Está volviendo a la vida. Y tú… tú eres la razón de que esté aquí, de que tenga esta oportunidad. El lobo de Amón no sentía celos de Dimitri, solo una inmensa gratitud por la luz que su hermano traía a su Luna.
Amón se acercó, la sonrisa en su rostro era genuina, reflejando su alegría interior. —Vaya, Dimitri. Parece que tienes un nuevo público cautivo. Mi Luna está rendida a tus encantos. Debería ponerte a cargo del entretenimiento de la manada.
Dimitri se encogió de hombros, una sonrisa pícara en su rostro. —Soy irresistible, hermano. ¿Qué puedo decir? Además, Agnes es una oyente excelente. No como tú, que siempre estás con esa cara de Alpha amargado, como si el peso del mundo dependiera de tu ceño fruncido.
Agnes, aún con una sonrisa en los labios, escribió rápidamente en su pizarra y se la mostró a Amón, sus dedos ágiles deslizando el marcador: "Es muy divertido. ¿Por qué no te ríes más?" Sus ojos negros lo interrogaron con una chispa de curiosidad que no había visto antes.
Amón sintió un calor en el pecho, una punzada de ternura. —No todos tenemos el don de la comedia como Dimitri, pequeña. Mi trabajo es mantener la manada a salvo, no ser un bufón. Además, mi risa es más… intimidante.
—Bah, excusas —gruñó Dereck. —Solo quiere que ella lo vea como el macho alfa que es. Pero ella ya lo sabe. Lo siente en el lazo.
Agnes lo miró con curiosidad, y luego dirigió su mirada hacia Dimitri, una conexión silenciosa. Algo en ella comenzaba a cambiar, a despertar. No solo sus emociones, sino algo más profundo, un poder latente que Amón había sentido al tocarla. Una noche, mientras dormía, tuvo una pesadilla. No era de sus torturadores, no era el frío de la mazmorra. Era una escena confusa de luz y oscuridad, de un bosque retorcido y una criatura con ojos rojos que la llamaba, un aullido primal que resonaba en lo más profundo de su ser. Se despertó empapada en sudor, con el corazón latiéndole desbocado, pero el miedo no era el mismo. Era… diferente. Como si una parte de ella reconociera lo que había visto, como si el sueño fuera una memoria distante, una advertencia.
Mientras Agnes comenzaba a sanar lentamente, a florecer en la relativa seguridad de la mansión, la sombra de Britania crecía, tejiendo su propia red de intrigas y veneno. La mujer no había aceptado la decisión de Amón de relegarla a las afueras de la mansión. Su orgullo, su ambición de ser la Luna de la manada más poderosa, eran demasiado grandes para permitirlo. Se sentía humillada, traicionada. Las visitas de Amón a su nueva residencia eran escasas y frías, solo para asegurarse del bienestar del bebé, un deber, no por afecto. Britania lo odiaba, pero odiaba aún más a Agnes, la humana débil que había robado su lugar, su sueño.
—¡Es una zorra! ¡Una humana inútil! ¡No puede ser la Luna! —gritaba Britania a quien quisiera escucharla, a las pocas mucamas que se atrevían a atenderla, a los guardias que custodiaban su puerta. Su voz, antes melódica y seductora, ahora era un chillido constante de resentimiento, un torrente de bilis que no cesaba.
La manada, que había sido testigo de la humillación de Agnes en el pasado, ahora observaba con una mezcla de confusión y asombro. El Alpha había traído a su mate, una humana maltratada que apenas podía hablar, mientras la hija de un Alpha importante, embarazada de su hijo, era apartada. Las habladurías corrían como la pólvora, susurros que se extendían de boca en boca, distorsionándose con cada repetición. Algunos susurraban que Amón había perdido la cabeza, que la maldición de la soledad lo había enloquecido. Otros, que la humana debía tener algún poder oculto para haberlo cautivado de esa manera, una brujería sutil que lo había atado.
Britania, consumida por los celos y la rabia, comenzó a planear. Pequeños sabotajes al principio. Dejaba comentarios venenosos al personal sobre Agnes, inventando historias de que la chica era manipuladora, una cazafortunas, una bruja disfrazada. Su objetivo era minar la reputación de Agnes, hacer que la manada la rechazara. Una vez, intentó convencer a una de las mucamas de ponerle algo en la comida a Agnes, algo que la hiciera enfermar gravemente, para que Amón la abandonara por ser una carga. Pero Blanca, con su lealtad inquebrantable a Amón y una creciente compasión por Agnes, frustró el intento, cambiando el plato de comida en el último momento, su rostro impasible, su corazón lleno de preocupación.
Una tarde, Britania, desafiando las órdenes de Amón, logró colarse en la mansión. Su objetivo: la habitación de Agnes. Se había vestido de oscuro, moviéndose como una sombra entre los pasillos poco transitados. Llevaba en sus manos un pequeño frasco con un líquido espeso y oscuro, el aroma a hierbas amargas y algo más siniestro flotando a su alrededor. Su rostro, iluminado por la débil luz de la tarde, estaba contorsionado por una sonrisa maliciosa. Sabía que Agnes estaría en su balcón, mirando la luna, como solía hacerlo. Su debilidad, pensó.
Pero cuando Britania llegó a la puerta de la habitación de Agnes, el aroma de Amón era tan fuerte, tan dominante, tan protector, que la hizo retroceder instintivamente, un gruñido de repulsión naciendo en su garganta. Y luego, escuchó voces. No los gritos, ni las súplicas que esperaba, sino la voz grave y suave de Amón, y la risa tenue y dulce de Agnes. La rabia la consumió, una llama abrasadora que le quemó las entrañas. "¡Maldita sea! ¡Lo ha cautivado! ¡Esa estúpida humana! ¡Cómo se atreve a reír en mi casa, con MI Alpha!" Se alejó, sus puños apretados, las uñas clavándose en sus palmas, la poción aún en su mano. Su plan había fallado, pero su determinación para deshacerse de Agnes solo creció, alimentada por el odio puro. No importaba el costo.
Amón, ajeno a las maquinaciones de Britania en ese momento, estaba cada vez más inmerso en su relación con Agnes. Su amor por ella crecía con cada día, con cada sonrisa, con cada atisbo de la verdadera mujer que se escondía bajo años de sufrimiento. La dulzura de su presencia era una adicción, un bálsamo para su alma. Pero también crecía su preocupación. Notaba los sutiles cambios en Agnes. A veces, al tocarla, sentía una extraña energía bajo su piel, un pulso vibrante que no era humano ni lobuno. Sus ojos, aunque aún negros, a veces parecían absorber la luz de una manera peculiar, como un abismo sin fondo, o brillaban con una intensidad dorada que le erizaba el vello de la nuca. Y esas pesadillas que la dejaban temblorosa, pero sin el mismo miedo, como si estuviera familiarizándose con la oscuridad que veía en sus sueños.
Una noche, después de que Agnes se durmiera, Amón se quedó observándola. El collar de luna brillaba suavemente en su pecho, un pequeño faro en la penumbra. Se acercó a su mano, la misma mano que Dimitri había tomado con tanta facilidad. Sus dedos rozaron la piel de Agnes, y sintió una punzada, no de dolor, sino de algo parecido a una corriente eléctrica, un poder latente que lo asustaba y lo fascinaba a la vez. Era un poder latente, algo incomprensible, antiguo.
—Está despertando, Amón —murmuró Dereck, su voz en la mente de Amón era más grave, más seria que nunca, casi solemne. —Siento el poder en ella. Es antiguo. Diferente a todo lo que conocemos. ¿Qué es ella, Alpha? El lobo, que había estado tan complacido con la presencia de su mate, ahora sentía una inquietud primal.
Amón frunció el ceño. Llevaba días investigando, consultando los antiguos tomos de su biblioteca, pergaminos empolvados y libros olvidados, buscando cualquier mención a humanos con un aroma como el de Agnes, o con el tipo de sufrimiento que ella había soportado, o el poder que sentía emanar de ella. Nada. Era como si ella fuera única, una anomalía en el vasto mundo sobrenatural.
—No lo sé, Dereck. Pero sea lo que sea, la protegeré. Nada le hará daño. La sacaré de esto.
—Ya le han hecho daño, Amón. Y la profecía… recuerda la profecía de la Luna de las dos caras. La que trae la salvación y la destrucción. La voz de Dereck era una advertencia.
Amón se tensó. Esa profecía, un mero mito para él, una historia para asustar a los cachorros, ahora resonaba con una verdad inquietante. La Luna de las dos caras. Una que traería el equilibrio, pero a un costo terrible. Un sacrificio. No quería que Agnes fuera parte de eso, no quería que su vida, recién encontrada, fuera arrastrada a una guerra que él ni siquiera comprendía del todo, una lucha que amenazaba con consumir todo a su paso.
La mañana siguiente, Amón decidió hablar con Dimitri. Lo encontró en el campo de entrenamiento, supervisando a los jóvenes lobos en sus ejercicios matutinos, el aire fresco y cortante del amanecer.
—Dimitri, necesito hablar contigo. En privado —dijo Amón, su voz grave, su mirada seria, un matiz de urgencia que no pasó desapercibido para su Beta.
Dimitri asintió, despidiendo a los jóvenes lobos con un gesto de su mano. Se adentraron en el bosque, a un claro apartado, lejos de los oídos curiosos, donde el silencio solo era roto por el canto de los pájaros.
—¿Qué pasa, hermano? ¿Es Agnes? ¿Le ha pasado algo? —preguntó Dimitri, la preocupación evidente en su voz, sus ojos fijos en el rostro de Amón. Su conexión con Agnes era fuerte, casi como si sintiera las fluctuaciones en el ánimo de ella.
—No, no es eso. Bueno, sí, es ella, pero no le ha pasado nada malo físicamente —Amón suspiró, frotándose la sien, el gesto de cansancio evidente. —Siento algo en ella, Dimitri. Un poder. Es extraño. No es licántropo, no es… nada que yo conozca. ¿Has sentido algo? No quiero asustarla con mis preguntas.
Dimitri se quedó en silencio por un momento, sus ojos azules fijos en el suelo, como si recordara algo, procesando la pregunta de Amón. —Sí. Lo he sentido. Cuando la hago reír, a veces… a veces el aire alrededor de ella se calienta, o se enfría de repente. Y sus ojos… sus ojos, a veces, parecen más profundos de lo normal, como si guardaran un universo. Es como si una tormenta se gestara dentro de ella. Pero no he querido asustarla. Ella ya tiene suficiente con todo lo que ha pasado. No quería añadir más carga.
—Lo sé —Amón asintió, la confirmación de Dimitri lo tranquilizó un poco, pero también lo alarmó más. —Pero la profecía… la de la Luna de las dos caras. La has escuchado, ¿verdad? La del equilibrio y el costo. ¿Crees que…?
Dimitri se tensó visiblemente, el nombre de la profecía, un eco de mitos antiguos, ahora cobraba una nueva y aterradora resonancia. —La Luna de las dos caras… la que equilibra la luz y la oscuridad. Un mito para mantener a los cachorros tranquilos, para infundir temor en los Alpha. No creo que Agnes, con todo lo que ha sufrido, sea… ella es tan… frágil.
—¿Y si es precisamente su fragilidad, su condición humana, lo que la hace especial, Dimitri? ¿Y si su sufrimiento es lo que la ha preparado para esto? ¿Qué significa eso para nosotros? Para la manada? Para ella? —Amón le lanzó las preguntas, buscando respuestas que no tenía.
Dimitri suspiró, el peso de las palabras de Amón se posó sobre sus hombros. —Significa que la guerra que se avecina será más grande de lo que imaginamos. Los rumores… de las criaturas que han estado atacando otras manadas… de la oscuridad que se extiende por el norte, de las desapariciones de licántropos… todo podría estar conectado. Y Agnes… ella podría ser la clave. O la víctima, si no la protegemos con nuestra vida.
Amón asintió, la preocupación se asentó más profundamente en su pecho, un dolor sordo y constante. —Necesito protegerla. De todo. De todos. Y de mí mismo, si es necesario. No dejaré que caiga en las sombras.
—Lo harás, hermano —Dimitri le puso una mano en el hombro, su mirada firme, un apoyo incondicional. —Ella confía en ti. Y yo estaré contigo. La protegeremos juntos. Cueste lo que cueste.
La conversación entre los hermanos fue tensa, pero necesaria. Amón sabía que no podía enfrentar esto solo. La sombra de la guerra se cernía sobre ellos, una amenaza silenciosa que se manifestaba en los rumores de otras manadas atacadas, en los extraños fenómenos naturales que comenzaban a suceder en las tierras lejanas: cosechas marchitas, manantiales secos, el comportamiento errático de los animales. Una sensación de inquietud se extendía por el aire, una tensión que los lobos podían sentir en sus huesos, un presagio de lo que estaba por venir.
Esa noche, Amón regresó a la habitación de Agnes. La encontró dormida, envuelta en las sábanas de seda, el collar de luna brillando en su pecho como una pequeña estrella, un faro de esperanza. Se sentó a su lado, sus ojos fijos en ella, la promesa de protegerla resonando en su mente. Ella era su Luna. Su vida. Y él haría cualquier cosa para que su luz brillara para siempre. Pero el camino sería largo, y las sombras del pasado, tanto las de ella como las suyas, amenazaban con consumirlos. La guerra se acercaba, y Agnes, sin saberlo, era el ojo de la tormenta, el punto central de una profecía que podría cambiar el mundo para siempre. El destino, un hilo invisible, comenzaba a tejer su inevitable patrón.