Capítulo 1 El Eco de un Sufrimiento Silencioso
El polvo danzaba en los pocos rayos de sol que se colaban por la rendija de la puerta del sótano, pintando efímeras ilusiones en el aire viciado. Para Agnes, cada partícula era un recuerdo, un pedazo de un pasado que se negaba a morir. Allí, acurrucada en un rincón oscuro, con las rodillas pegadas al pecho y el rostro demacrado por el tiempo y el dolor, se aferraba a la escasa luz como a un último hilo de vida. Ya no era la niña que soñaba con la brisa de la libertad, ni la adolescente que anhelaba la promesa de su lobo interior. Ahora, era solo un eco. Un eco silencioso de lo que alguna vez fue.
Siempre había soñado con ese día. Lo había imaginado mil veces. La noche de su transformación, el estallido de energía, la furia de su lobo reclamando su espacio. Las historias contadas por las ancianas de la manada tejían en su mente un tapiz de poder y libertad, de correr bajo la luna con una fuerza indomable. Cada luna llena, desde que era una niña, esperaba con una emoción que le hacía doler el pecho. Veía a sus amigos, a sus primos, transformarse, sus cuerpos estirándose, sus músculos creciéndose, sus ojos brillando con una luz salvaje. Ella quería eso. Anhelaba sentir esa conexión, ese poder ancestral que definía a su especie. La piel le cosquilleaba, anticipando la liberación, el momento en que sus huesos se reacomodarían, sus sentidos se agudizarían y el mundo se revelaría en una paleta de olores y sonidos antes desconocidos. Soñaba con el viento en su pelaje, la tierra bajo sus patas, la sensación de pertenecer verdaderamente.
Pero los años pasaron. Uno, dos, tres… cada cumpleaños, una puñalada de decepción. Sus quince primaveras llegaron con el cruel golpe de la no-transformación. Mientras otras chicas de su edad celebraban su primera luna llena con sus lobos interiores, sus risas resonando en el bosque, Agnes solo sentía el frío abrazo de la soledad. Era una loba sin lobo, una paradoja andante en un mundo que veneraba la fuerza y despreciaba la debilidad. Las miradas de lástima se convirtieron en desprecio. Los susurros, en gritos ahogados de “débil”, “humana”, “inútil”. Su corazón se encogía con cada epíteto, cada mirada de repulsión. El aire de la manada, antes su hogar, se volvió denso, irrespirable.
El Alpha, ese ser que ella solo conocía por los relatos y la sombra de su crueldad, había dictado una ley inquebrantable: todo aquel que no se transformara a los quince años era considerado una carga, una vergüenza para la manada. Y como tal, sería tratado. Las humillaciones, que al principio eran solo miradas y palabras hirientes, se transformaron en golpes. No eran golpes de furia descontrolada, sino castigos metódicos, administrados con una frialdad que helaba el alma. Cada día, una cantidad de azotes que la dejaban al borde del desmayo. El cuero de su espalda se abrió una y otra vez, creando un mapa de cicatrices que contaba la historia de su agonía. Aprendió a soportar el dolor con una entereza forzada, sus labios apretados para no emitir sonido alguno, sus ojos secos, negándose a derramar una sola lágrima que pudiera ser interpretada como debilidad. El sabor metálico de la sangre en su boca se volvió familiar, el olor a su propia carne lacerada, una constante.
Sus dieciséis primaveras, en lugar de flores y celebraciones, le trajeron la oscuridad de las mazmorras. Un mes. Un mes en la penumbra, el aire gélido calando sus huesos, la humedad pegándose a su piel. El hedor a moho y desesperación se convirtió en su perfume diario. Las ratas, sus únicas compañeras, correteaban por los rincones, y el silencio, solo roto por sus propios jadeos o el goteo constante de la humedad, se volvía ensordecedor. La comida, si es que se le podía llamar así, era apenas un bocado de pan duro y un trago de agua, lo suficiente para mantenerla viva, pero no lo suficiente para quitarle el hambre que carcomía sus entrañas. Los diecisiete y dieciocho transcurrieron igual, monótonos en su crueldad, previsibles en su dolor. La esperanza se convirtió en una palabra vacía, sin significado. Solo deseaba que el fin llegara, que la muerte la reclamara para liberarla de esa existencia miserable.
Su familia… oh, su familia. Al principio, hubo intentos, súplicas al Alpha para que detuviera los castigos. Su madre, con el rostro surcado por las lágrimas, había intentado interceder, su padre, con el orgullo herido, había rogado clemencia. Pero la ley del Alpha era absoluta. Y el miedo, una enfermedad contagiosa, se extendió como una plaga. Pronto, sus padres la miraron con el mismo desprecio que el resto de la manada. No querían que su condición manchara su propio estatus, que sus hijos menores sufrieran por la culpa de una hermana "débil". Así, el abandono fue total. No más visitas, no más palabras de consuelo. Solo el vacío. Se había convertido en un paria, un fantasma en su propia manada, borrada de su historia, un secreto inconfesable.
Solo uno. Solo su hermano mayor, Diego, se negaba a soltarla. Era su ancla, su último vestigio de humanidad. Noches furtivas, cuando la luna estaba alta y las sombras eran más densas, Diego se deslizaba hasta el sótano. Traía ungüentos robados de la enfermería de la manada, trapos limpios y, a veces, un trozo de carne que guardaba de su propia ración. Sus manos, toscas pero tiernas, limpiaban las heridas de su espalda, aplicaban el bálsamo frío que aliviaba el ardor. Hablaba en susurros, contándole historias del exterior, de la luna, del bosque que ella ya no pisaba. Le describía el olor de los pinos después de la lluvia, la suavidad del musgo, el canto de los grillos. Ella nunca respondía, su voz se había atrofiado por el desuso y el temor, sus cuerdas vocales, nudos apretados de angustia. Pero sus ojos, aunque apagados, absorbían cada palabra de su hermano, cada gesto de cariño. Él era el único que no la juzgaba, el único que la trataba como a un ser humano, no como a una anomalía. Se quedaba a su lado durante las noches de insomnio, compartiendo el silencio opresivo del sótano, su presencia una manta de calor en el frío constante. A veces, la cubría con su propia chaqueta, un gesto simple que significaba el mundo.
"¿Qué mal hice en mis vidas pasadas para estar pagando todo con creces en esta?", se preguntaba Agnes, la misma pregunta que rebotaba en las paredes de su mente como una pelota sin rumbo. Se sentía como un cascarón vacío, un recipiente roto sostenido por hilos invisibles que, caprichosamente, la obligaban a seguir respirando. La única razón para no dejarse ir del todo era Diego. Por él, por su amor incondicional, ella seguía ahí, un aliento tenue en la oscuridad, una vela a punto de extinguirse que él, con su mera presencia, lograba mantener encendida.
Y entonces, llegó su cumpleaños número veinte. Un día que se suponía que sería como cualquier otro, de humillaciones y el pan amargo del abandono. Pero la manada estaba en un revuelo inusual. Voces excitadas, pasos apresurados por encima de su cabeza, un murmullo colectivo que se expandía como un incendio forestal. El Alpha regresaba. Después de un año de ausencia, el temible líder estaba de vuelta. Su nombre, un tabú en su presencia, ahora era pronunciado con una mezcla de respeto y temor.
Agnes, en su rincón, lo sabía. No por la algarabía, sino por la opresión en el aire. Un terror frío se apoderó de ella, un miedo visceral que le erizó la piel, haciendo que cada vello de su cuerpo se pusiera de punta. Si él la veía, si descubría su condición, su castigo sería peor. Tal vez, al fin, le daría el golpe final. Una parte de ella, la parte cansada y desesperada, casi lo anhelaba, deseando la paz del no-ser. La otra, la que aún se aferraba a la vida por Diego, se encogía de terror, un instinto de supervivencia que se negaba a morir. Temblaba incontrolablemente, sus rodillas pegadas al pecho, intentando hacerse tan pequeña que pudiera desaparecer en la tierra, volverse parte de la oscuridad que la rodeaba.
El crujido de la puerta del sótano la sacó de su letargo. Diego. Su rostro, surcado por la preocupación y el cansancio, era un espejo de su propia angustia. Se acercó a ella, sus ojos escanearon sus heridas, su estado demacrado, el polvo que la cubría como un sudario. Su corazón se apretó al verla, un dolor familiar que nunca disminuía.
—Sabes lo que pasa en este momento, ¿verdad, pequeña? —soltó Diego, su voz grave, teñida de un pesar que casi la quiebra—. Será suerte si el Alpha no te mata si te ve así. La ley es clara. Y su mirada… su mirada es más cruel que nunca.
Agnes no respondió. No podía. Su voz era un fantasma, un recuerdo lejano, enterrado bajo capas de miedo y silencio. Las palabras se ahogaban en su garganta, los nudos de angustia impedían cualquier sonido. Solo lo observó unos minutos, sus ojos vacíos, sin vida, y luego desvió la mirada hacia la pequeña ventana, esa rendija de esperanza que apenas dejaba entrar un poco de luz a la oscura habitación, un reflejo de su propia existencia.
—Todos tenemos que estar presentes —continuó él, con la voz llena de frustración, su impotencia palpable. Le dolía hasta el alma que su hermana estuviera en esa situación, y la idea de que pudiera morir ese día lo carcomía, lo desgarraba por dentro—. Y tú no serás la excepción. No puedo dejarte aquí. Si te descubren después, el castigo será peor.
Se agachó, tomando sus manos temblorosas entre las suyas. Sus palmas, callosas por el trabajo en la manada, eran un bálsamo reconfortante, el único contacto humano que había sentido en años. El contraste entre sus vidas era abrumador. Él, un lobo fuerte, con su transformación completa, capaz de protegerse. Ella, un ser frágil, sin garras ni colmillos, una presa en un mundo de depredadores.
—Pequeña —dijo con voz dolida, sus ojos suplicantes, buscando una conexión, una señal de vida en ella—. Sé que esto será difícil para ti… y yo no me lo perdonaría si algo más te pasara. Sé que has sufrido mucho y no tengo derecho a pedirte nada, pero… por favor, no provoques al Alpha. Mantente en silencio. Baja la cabeza. Hazte invisible. No lo mires a los ojos, por favor. Si te ve desafiante, te… te matará.
Un escalofrío recorrió la espalda de Agnes. La mención de la muerte, tan constante en sus pensamientos, ahora venía de los labios de su hermano, con una urgencia que la hizo temblar más. La respiración se le aceleró, un pánico silencioso invadiéndola. ¿Y si este era el fin? ¿Y si Diego, su ancla, también se iba?
En ese momento, algo imperceptible parpadeó en los ojos de Agnes. Un destello. Un matiz que Diego, por conocerla tanto, por haberla amado tanto, apenas logró captar. No era esperanza, no era miedo, ni siquiera resignación pura. Era algo más. Una chispa. Tan fugaz como la promesa de un sueño, pero lo suficiente para que Diego sintiera un escalofrío que le recorrió la espalda. Era un reconocimiento. Un reconocimiento de la verdad brutal de su existencia, y quizás, una aceptación tácita del fin inminente. Como si, en el fondo, estuviera cansada de luchar. Ya no había lágrimas. Solo un vacío que lo asustó.
—Agnes… por favor —la voz de Diego se quebró—. Por favor, prométeme que no harás nada estúpido. Necesito que estés a salvo. Eres lo único que me queda.
Ella no pudo prometer nada. Ni siquiera asintió. Su mirada, una vez más, se perdió en la rendija de luz, como si buscara una salida que no existía. Diego apretó sus manos por última vez, el nudo en su garganta impidiéndole decir más. Se puso de pie, su figura proyectándose sobre ella por un instante, y luego se fue, cerrando la pesada puerta detrás de él, dejando a Agnes sumida en una oscuridad que ahora parecía más densa que nunca.
Mientras la manada se preparaba, Amón hacía su gran entrada. Su lobo interior, Dereck, se removía con una impaciencia casi insoportable. El rumor de su regreso se había expandido como fuego salvaje, avivando tanto la expectación como el temor. Todos se alineaban, sus rostros tensos, sus posturas rígidas, esperando la aparición del líder que había estado ausente durante un año. Se decía que se había ido para buscar a su compañera, su Luna, y que había regresado sin éxito. Los comentarios se tejían en el aire, susurros de decepción mezclados con el alivio de las mujeres solteras que aún soñaban con llenar ese vacío, con la posibilidad de ser la próxima Luna.
Amón avanzaba con una arrogancia innata, un andar que emanaba poder y autoridad con cada paso. Sus ojos de un gris gélido, acostumbrados a la obediencia, recorrían los rostros de su manada. Ignoraba las reverencias forzadas, los coqueteos discretos de las mujeres que, en su fantasía, se veían ya como la Luna de la manada, a su lado. Su mente, una fortaleza impenetrable, estaba enfocada en el deber, en la búsqueda incansable de lo que le faltaba, de esa mitad de su alma que se negaba a aparecer. La frustración era una capa gruesa sobre su paciencia, una sombra constante en su alma.
Y entonces, el aire cambió. No un cambio sutil, sino una ráfaga que lo golpeó de lleno, un aroma que le hizo vibrar cada fibra de su ser. Dulce como la miel más pura, pero con el toque amargo del café recién molido. Su combinación perfecta. El olor a tierra húmeda y a hojas de roble, mezclado con algo más, algo que le susurraba "hogar", "paz", "final". Su lobo interior, Dereck, que había permanecido dormido, apático por la frustración de la búsqueda, gruñó con una emoción que nunca antes había sentido, una mezcla de alivio y euforia que amenazaba con desbordarlo. "¡Mate! ¡Nuestra mate! ¡Está aquí!" rugió Dereck, su voz resonando en la mente de Amón, una oleada de felicidad que amenazaba con desbordarlo, rompiendo la barrera de su control férreo. La conexión era innegable, un hilo de plata que se extendía desde su corazón hasta algún punto en la manada.
Amón se detuvo en seco. Su cuerpo, que antes se movía con una eficiencia calculada y una gracia depredadora, ahora estaba a merced de su instinto más primario, arrastrándolo como una marea incontrolable. La ira lo invadió, una furia helada que lo hizo apretar los puños. ¿Cómo era posible que su mate no estuviera entre los que lo recibían, entre los miembros más importantes de la manada, brillando a su lado? ¿Por qué se ocultaba? El aroma, ese hilo invisible que lo conectaba a ella, lo guio. Lejos de la multitud, lejos de las luces y los festejos, hacia una cabaña. Una estructura vieja, casi derruida, con el color desgastado y enredaderas cubriéndola como una enfermedad, una herida abierta en el corazón del bosque. Era lo más desastroso que había visto en años. ¿Qué hacía su compañera allí? Su lugar era en la casa del Alpha, rodeada de lujos, de seguridad, de la reverencia que le correspondía como su Luna.
Dereck, el lobo, estaba exultante, casi saltando de alegría con cada paso que lo acercaba a su destinada. Se frotaba contra las paredes de la mente de Amón, impaciente, sus gruñidos de euforia casi dolorosos. "¡Ya la tenemos! ¡Vamos! ¡Vamos por ella!" Pero Amón, el humano, sentía una mezcla de molestia y una extraña opresión en el pecho, un presentimiento agrio que se mezclaba con la dulzura del aroma. Las órdenes de Diego de que Agnes no saliera, de que esperara a que el Alpha se fuera para estar a salvo, se desvanecieron ante el agudo sentido del olfato de Amón. Él la encontraría, no importaba dónde se escondiera, ni cuánto lo intentara. El instinto era más fuerte que cualquier ocultamiento, más poderoso que cualquier ley.
No tardó ni diez minutos en llegar a la cabaña. El lobo de Amón agitaba con impaciencia, deseando conocer a la dueña de ese aroma hipnótico, embriagador. Quería sacarla de ahí de inmediato, arrancarla de esa miseria. Sin medir su fuerza, abrió la puerta. El ruido fue estruendoso, un golpe seco que resonó en el silencio del bosque, como el rugido de una bestia herida, anunciando su llegada.
Pero Amón no esperaba lo que vio.
Una joven, de espaldas, mirando por la ventana que daba al bosque. Su figura era delgada, casi esquelética, frágil como un tallo en el viento. El vestido, sucio y roto, colgaba de su cuerpo como un trapo, revelando la desnutrición. Su cabello, desaliñado, negro como la noche sin estrellas, caía sobre sus hombros, ocultando en parte las cicatrices de sus brazos. Cicatrices. Marcas recientes y antiguas que contaban una historia de dolor inenarrable, grabadas a fuego en su piel. Y heridas recientes en la espalda, que se adherían al vestido desgastado, visibles a través de la tela rasgada, aún supurantes. La visión le revolvió el estómago. Un asco profundo por la situación, y una culpa que se ancló en su pecho.
Amón se quedó de piedra. Su respiración se atascó en su garganta, sus músculos se tensaron hasta el punto de dolor. Su lobo gruñó, pero esta vez no de excitación, sino de un dolor profundo y una rabia fría que amenazaba con consumirlo. "¡Nuestra mate! ¿Quién se atrevió? ¡La mataré!" Su destinada. Su mate. En ese estado. ¿Quién se había atrevido a tocar a su Luna, a reducirla a eso? El olor a sangre vieja y reciente, a miedo crónico, lo golpeó con la fuerza de un puñetazo, dejándolo sin aliento.
Ella no se había percatado de su presencia. Estaba absorta en la vista del bosque, su cuerpo aún encogido en su propia miseria, un monumento viviente al sufrimiento. Su espalda curvada, sus hombros caídos.
Cuando él dio un paso al frente, el crujido de la madera bajo su bota la hizo girar. Pensó que era su hermano, Diego, su único consuelo, su último refugio. Pero sus ojos, vacíos de esperanza, se abrieron de golpe al ver a otro. Alto, imponente, con un aura de poder que la heló hasta los huesos, un depredador que acababa de entrar en su jaula. No sabía quién era, pero su instinto, educado en el temor más brutal, lo delató. Era el Alpha. La misma fuerza que había dictado su tormento, la sombra detrás de sus pesadillas.
Su mente y cuerpo actuaron por reflejo, una respuesta automática a años de adoctrinamiento en el miedo. Un temblor incontrolable la invadió, haciendo que sus dientes castañetearan. Cayó de rodillas, con la cabeza gacha, sus brazos cubriendo su rostro, su cuerpo encogiéndose aún más, como si quisiera desaparecer en el suelo, volverse polvo. Lágrimas silenciosas, las mismas que había retenido durante años, comenzaron a rodar por sus mejillas, quemando la piel sucia a su paso. Una sumisión forzada por el miedo, por la certeza de que su fin había llegado. Y con él, quizás, el de la única persona que la había amado incondicionalmente, su hermano Diego. La rendición de una esclava ante su amo, un espectáculo que Amón no pudo soportar. El rugido de Dereck resonó en su mente: "¡Ayúdala! ¡Levántala! ¡Es nuestra! ¡No permitas esto!" El lobo de Amón luchaba por salir, por tomar el control y proteger a su Luna, un instinto ancestral que lo superaba.
Fue entonces que otra presencia se sintió en la cabaña. El desesperado Owen entró, su rostro reflejaba la urgencia de su misión. Quedó paralizado ante la escena frente a él. La chica, al sentir la presencia de otra persona, levantó la cabeza y vio a su hermano de pie en la puerta. Los ojos de Agnes se iluminaron con un atisbo de esperanza, una luz que Amón notó y que lo enfureció aún más. ¿Por qué le temía a él y buscaba a otro? De forma automática corrió a sus brazos, buscando protección. Él la recibió con gusto; sabía que si el Alpha estaba allí, no era nada bueno.
—¡Quita las manos de mi mate! —gruñó Amón, su voz combinada con la de su lobo, Dereck, que vibraba con una furia primitiva. Eso aterrorizó aún más a la chica, que se encogió contra Owen, y puso a la defensiva a Owen, y a Daniel, su lobo, que al ver a la chica en ese estado, se llenó de rabia protectora.
Owen, con un gesto rápido, se arrodilló con la cabeza baja, en señal de sumisión, dejando atrás a su hermana. Su voz era un ruego, un susurro desesperado: —Alpha, le suplico que deje a mi hermana. Ella no ha hecho nada. Cualquier castigo que desee imponerle, yo lo aceptaré por ella, pero le ruego que le perdone la vida. Ella no merece más sufrimiento.
Agnes, al oír que aquel hombre imponente era el Alpha, se puso mucho más nerviosa, su cuerpo temblaba sin control. Su miedo creció aún más, ya que él era quien daba las órdenes de todos sus castigos, el arquitecto de su miseria. Cuando el Alpha olió el miedo en su alma, la verdad la golpeó con la fuerza de un rayo. Se sintió muy mal. Tanto él como su lobo no sabían qué hacer. Estaba claro que ella había sufrido por sus órdenes, por su propia crueldad.
—Levántate y ve con mi mate al vehículo. Serán llevados a la mansión —habló Amón, ya más calmado, la voz aún grave, pero sin la furia de su lobo. Reconoció a Owen como el hermano protector de su mate, un acto de lealtad que lo sorprendió.
Se fue de la cabaña sin dejar que Owen respondiera. Su corazón estaba herido. Las condiciones en que la encontró eran deplorables. Cada vez que la recordaba, algo dentro de él dolía, un dolor punzante de arrepentimiento. Solo podía imaginar todo lo que ella había sufrido, y aunque quisiera vengarla, no podría, ya que el autor intelectual era él. Solo él. La culpa, un peso aplastante, se asentó en su alma. Dereck se lamentaba en su mente, la imagen de Agnes demacrada persiguiéndolos sin descanso.