El sol se filtraba a través de las cortinas, cálido, sereno. Elizabeth sentía que era la primera mañana en mucho tiempo donde su alma también amanecía en paz. Pero no duró demasiado.
Una punzada en el vientre la obligó a encorvarse. Otra. Y otra. El momento había llegado.
David la acompañó al hospital, sin soltarle la mano. Aunque su rostro mostraba nervios, sus palabras eran firmes.
—Estoy aquí, Eli. No hay nada que temer.
Mientras la llevaban a la sala de parto, Elizabeth sintió que el miedo volvía como un viejo enemigo. ¿Y si no podía con esto? ¿Y si fallaba como madre? ¿Y si Derek heredaba las heridas que aún no terminaba de sanar?
Cerró los ojos. Y como un rayo silencioso, recordó a Liam. Su voz, sus frases crueles:
“Eres un estorbo. Nadie va a amarte de verdad.”
“Todo lo malo que te pasó… te lo buscaste tú.”
El corazón se le aceleró. El cuerpo se tensó. Por un instante, la ansiedad quiso atraparla.
—Respira, Eli —dijo David, a su lado—. Mírame.
Ella lo hizo.
—Tú no estás sola. N