Leonard jamás imaginó que el mundo de Emma sería tan… ensordecedor. Apenas salieron del edificio, el rugido de los automóviles lo hizo dar un paso atrás con brusquedad. Su instinto lo llevó a cubrir sus oídos con ambas manos, como si intentara protegerse del bramido de una criatura salvaje. Sus ojos se abrieron como platos al ver cómo las luces de los semáforos parpadeaban de rojo a verde, y cómo las personas cruzaban las calles sin mirar a su alrededor, completamente confiadas en esas extrañas señales luminosas.

—¿Son bestias? —preguntó, aferrando el brazo de Emma mientras un bus pasaba zumbando frente a ellos—. ¿Van a la guerra? ¿O acaso estos dragones de hierro se han apoderado de tu ciudad?

Emma soltó una carcajada ahogada, intentando no asustarlo más. Su expresión de desconcierto era tan auténtica, tan infantil, que por un momento ella olvidó lo surrealista de la situación. Lo tomó de la mano con delicadeza y lo atrajo hacia ella, acariciando su brazo en un intento de tranquiliza