A la mañana siguiente, a las ocho, despertaron a Bonifacio diciéndole
que deseaba verle un señor sacerdote.
--¡Un sacerdote a mí! Que entre.
Saltó de la cama y pasó al gabinete contiguo a su alcoba; no puede
decirse a su gabinete, pues era de uso común a todos los de casa.
Atándose los cordones de la bata saludó a un viejecillo que entraba
haciendo reverencias con un sombrero de copa alta muy grande y muy
grasiento. Era un pobre cura de aldea, de la montaña, de aspecto humilde
y aun miserable.
Miraba a un lado y a otro; y, después de los saludos de ordenanza, pues
en tal materia no mostraban gran originalidad ninguno de los
interlocutores, el clérigo accedió a la invitación de sentarse,
apoyándose en el borde de una butaca.
--Pues--dijo--, siendo usted efectivamente el legítimo esposo de doña Emma
Valcárcel, heredera única y universal de D. Diego, que en paz descanse,
no cabe duda que es usted la persona que debe oír... lo que, en el
secreto de la confesión... se me ha encargado decir