Años después, recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo el
amor podía haberle dado fuerzas, lo que más admiraba en su temeraria
empresa era el piquillo de su pretensión, los doscientos reales en que
su demanda había excedido a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales en
vez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.
Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín. ¡Mil reales! Aquel
mentecato se había vuelto loco.
--Sí, señor, mil reales; y no hace falta que mi mujer sepa nada; yo se
los devolveré a usted mañana mismo; se trata de sacar de un apuro a un
amigo de la infancia... paga segura....
--Amigo de la infancia... paga segura.... No lo entiendo.
Esto fue todo lo que dijo el tío administrador. ¿Cómo un amigo de la
infancia de aquel pelagatos podía ser paga segura? Esto quería dar a
entender, y Bonifacio, comprendiéndolo, rectificó:
--De la infancia... precisamente... no... es uno de los amigos de la
viuda de Cascos....
Y se puso otra vez muy colorado.
Juan clavó una mirada