Lo que ayer fue un infierno de sangre y acero, hoy es un cementerio silencioso. Los cuerpos que aún respiran se mueven apenas, aferrándose a la vida con la terquedad de los condenados.Eleonora camina entre ellos, con las manos manchadas de barro y sangre, la mirada encendida de determinación.Alejandro la acompaña, sosteniendo vendajes, dando órdenes breves y certeras a los hombres que aún tienen fuerzas para obedecer.—A este... presión en la herida —murmura Eleonora, arrodillándose junto a un soldado que gime, delirante.De su bolsa extrae las ramas que Brígida le entregó antes de partir. Son delgadas, de un verde oscuro, con un aroma fresco que inunda el aire cuando las rompe en dos.Recuerda las instrucciones: mezclarlas con agua limpia, aplicar la savia sobre las heridas.Sin dudar, lo hace.El soldado deja de temblar. Su respiración se estabiliza.—¿Qué es eso? —pregunta Alejandro, observándola.—Remedios de Brígida, me las dió para estos casos —responde Eleonora, sin mirarlo—.
No alcanzan a recuperarse del todo, cuando una nueva batalla ha llegado, y esta vez, no hay tregua ni compasión. El enemigo se lanza sobre las tropas de Elyndor como un torbellino, hambriento de destrucción.Eleonora lucha a su manera, desde el corazón mismo del campo de batalla. Se tira de su caballo para enfrentarse cuerpo a cuerpo con hombres que casi doblan su tamaño, pero su destreza la ayuda a permanecer con vida.En los últimos días, ha estado a punto de desfallecer, porque nada es suficiente, sus ramas sanadoras no alcanzan para todos. Sus palabras de poder no detienen las flechas. Su fe no puede resucitar a los que caen a su alrededor.Cada grito de dolor es una puñalada en su alma.Cada soldado que muere, un peso en su pecho.Alejandro, con espada en mano, defiende su tierra, defiende a su reina, a su amor. Pero incluso él, fuerte como el acero, comienza a sentir el desgaste.El enemigo es demasiado numeroso. Demasiado implacable.Sabe que no debe perder la fe, sin embargo,
El viento sopla fuerte en las llanuras. Las banderas de Elyndor, Caelvar y Thandor ondean como una sola. Tres naciones, ahora unidas bajo un mismo propósito: no solo sobrevivir, sino vencer y conquistar.No basta con resistir. Ahora es el tiempo de avanzar. De tomar lo que el enemigo quiso arrebatarles. Y así, bajo un cielo gris que promete tormenta, el ejército se pone en marcha hacia Borania.Borania, orgullosa y antigua, aguarda tras sus murallas de piedra negra. Sus soldados son fieros. Su rey, un hombre joven pero astuto, no se rinde fácilmente.Cuando los exploradores traen noticias del número y preparación del enemigo, Alejandro escucha en silencio, los labios tensos en una línea sin expresión alguna.Eleonora, a su lado, siente el peso del futuro en sus hombros.—No será fácil —dice Felipe, consultando los mapas extendidos sobre la mesa improvisada—. Están bien armados. Y han recibido refuerzos de Lirven.—No importa —responde Alejandro, con voz firme—. No hemos llegado hasta
El amanecer sobre Lirven no trae esperanza.El cielo está cubierto por un velo de nubes oscuras, pesadas, como si la misma naturaleza se rehusara a presenciar lo que está a punto de suceder.Alejandro y su gente observan la ciudad desde una distancia prudente. Más allá de esas piedras antiguas y resistentes, yace el último obstáculo antes de la paz. Más allá, yace también el peligro más letal de todos. No encontraron obstáculos en el camino, así que temen que les espere un brutal recibimiento.Alejandro, montado en su corcel de guerra, recorre las filas en silencio. Su mirada es afilada. Cada músculo de su cuerpo tenso, preparado para la brutalidad que se avecina. A su lado, Eleonora permanece firme, aunque en su interior una tormenta de ansiedad golpea su corazón.Ellos saben que esta no será una batalla rápida. Ni limpia. Será un baño de sangre. Una lucha por cada pulgada de tierra. Una prueba final de resistencia.Cuando el cuerno de guerra suena, el mundo parece contener el alient
El suelo tiembla bajo los cascos de los caballos. Francisco de Gálvez salta de su montura, la pesada armadura crujiendo con su movimiento.Su mirada está clavada en Felipe, que yace indefenso sobre la tierra empapada de sangre.Sin demora, levanta su espada, listo para asestar el golpe final.Su rostro es una máscara de odio puro.No grita, no habla. Solo actúa, impulsado por una furia que ha superado incluso su propia voluntad.La espada brilla en el aire.Todo parece ralentizarse en ese instante.La hoja desciende, buscando el corazón de Felipe.Pero un grito cortante rasga el bullicioso estruendo de la batalla.—¡No!Eleonora, como un relámpago, surge entre los combatientes.En sus manos, su espada reluce, temblando de determinación.En un movimiento desesperado y certero, encuentra una rendija entre las placas de la armadura de Francisco —un pequeño espacio olvidado en su ambición por la victoria— y hunde su espada hasta la empuñadura.El filo atraviesa carne y costillas con un so
El sol apenas comienza a elevarse sobre los escombros de Lirven, teñido de rojo por el humo y la sangre aún fresca. Las banderas de Elyndor ondean sobre las torres resquebrajadas, y el aire, aunque libre de gritos, todavía huele a dolor.Los soldados gritan con júbilo, felices de haber ganado una guerra y haber sobrevivido a tantas batallas, sin embargo, Eleonora, siente el peso de esta guerra sobre sus hombros. Cada muerte de los suyos o de los contrarios, fue una vida humana que se perdió y esto duele. No obstante, también está la satisfacción de seguir con vida y al lado de su gran amor.—Alejandro —dice ella con firmeza, la voz baja pero cargada de urgencia.Él gira el rostro hacia ella y sus ojos se encuentran. Sonríe ampliamente, orgulloso de la mujer que tiene a su lado.—¿Qué sucede? —pregunta, percibiendo de inmediato que algo está mal.Eleonora traga saliva. No es fácil contar lo que viene. Su cuerpo aún tiembla por dentro. El recuerdo del momento en que atraviesa a Francis
Las puertas de Elyndor se abren antes de que los estandartes reales crucen el puente levadizo. La noticia de la victoria ha llegado con el viento, como un susurro que se convierte en grito, y el pueblo entero se ha volcado a las calles. Ancianos, niños, comerciantes, soldados de reserva, todos se agolpan en las murallas, los balcones y las plazas. El cielo se viste de un azul claro, el mismo que ondea en las banderas del reino.No hay música, no hay trompetas. Solo hay corazones latiendo fuerte.Alejandro y Eleonora cabalgan al frente. Él va erguido, cubierto de tierra, y polvo, pero con los ojos brillantes de orgullo. Ella, a su lado, tiene el cabello trenzado sobre la espalda, aún lleva la armadura, y sus ojos, aunque cansados, reflejan una fuerza serena. A sus espaldas, Felipe, ya más pálido pero despierto, va en un carro cubierto, acompañado por Julie, que no se separa de él ni un segundo.Cuando cruzan las primeras calles, una niña se suelta de las manos de su madre y corre hacia
La fecha de partida está decidida. Felipe se marcha en tres días rumbo al territorio que ahora debe gobernar. Desde el amanecer, el castillo se convierte en un centro de actividad incesante. Caravanas se organizan, soldados empacan provisiones, y los arquitectos seleccionados por el consejo cargan planos y pergaminos. Las banderas del nuevo reino, aún sin escudo definitivo, ondean junto a las de Elyndor.Felipe supervisa cada detalle con serenidad. Aunque su cuerpo aún guarda huellas del conflicto, su mirada es firme. No se siente un héroe ni un conquistador. Solo alguien que debe responder con altura al lugar que le han entregado. Pero hay algo que lo inquieta desde hace días. O alguien.Julie.La busca en los jardines donde suele ir por las mañanas. La encuentra alimentando a un caballo joven. Ella lo acaricia con ternura, pero al notar su presencia, se detiene.—¿Vienes a despedirte? —pregunta ella sin mirarlo.—Vengo a pedirte algo.Julie gira el rostro y lo observa, atenta.—Quie