No alcanzan a recuperarse del todo, cuando una nueva batalla ha llegado, y esta vez, no hay tregua ni compasión. El enemigo se lanza sobre las tropas de Elyndor como un torbellino, hambriento de destrucción.Eleonora lucha a su manera, desde el corazón mismo del campo de batalla. Se tira de su caballo para enfrentarse cuerpo a cuerpo con hombres que casi doblan su tamaño, pero su destreza la ayuda a permanecer con vida.En los últimos días, ha estado a punto de desfallecer, porque nada es suficiente, sus ramas sanadoras no alcanzan para todos. Sus palabras de poder no detienen las flechas. Su fe no puede resucitar a los que caen a su alrededor.Cada grito de dolor es una puñalada en su alma.Cada soldado que muere, un peso en su pecho.Alejandro, con espada en mano, defiende su tierra, defiende a su reina, a su amor. Pero incluso él, fuerte como el acero, comienza a sentir el desgaste.El enemigo es demasiado numeroso. Demasiado implacable.Sabe que no debe perder la fe, sin embargo,
El viento sopla fuerte en las llanuras. Las banderas de Elyndor, Caelvar y Thandor ondean como una sola. Tres naciones, ahora unidas bajo un mismo propósito: no solo sobrevivir, sino vencer y conquistar.No basta con resistir. Ahora es el tiempo de avanzar. De tomar lo que el enemigo quiso arrebatarles. Y así, bajo un cielo gris que promete tormenta, el ejército se pone en marcha hacia Borania.Borania, orgullosa y antigua, aguarda tras sus murallas de piedra negra. Sus soldados son fieros. Su rey, un hombre joven pero astuto, no se rinde fácilmente.Cuando los exploradores traen noticias del número y preparación del enemigo, Alejandro escucha en silencio, los labios tensos en una línea sin expresión alguna.Eleonora, a su lado, siente el peso del futuro en sus hombros.—No será fácil —dice Felipe, consultando los mapas extendidos sobre la mesa improvisada—. Están bien armados. Y han recibido refuerzos de Lirven.—No importa —responde Alejandro, con voz firme—. No hemos llegado hasta
El amanecer sobre Lirven no trae esperanza.El cielo está cubierto por un velo de nubes oscuras, pesadas, como si la misma naturaleza se rehusara a presenciar lo que está a punto de suceder.Alejandro y su gente observan la ciudad desde una distancia prudente. Más allá de esas piedras antiguas y resistentes, yace el último obstáculo antes de la paz. Más allá, yace también el peligro más letal de todos. No encontraron obstáculos en el camino, así que temen que les espere un brutal recibimiento.Alejandro, montado en su corcel de guerra, recorre las filas en silencio. Su mirada es afilada. Cada músculo de su cuerpo tenso, preparado para la brutalidad que se avecina. A su lado, Eleonora permanece firme, aunque en su interior una tormenta de ansiedad golpea su corazón.Ellos saben que esta no será una batalla rápida. Ni limpia. Será un baño de sangre. Una lucha por cada pulgada de tierra. Una prueba final de resistencia.Cuando el cuerno de guerra suena, el mundo parece contener el alient
El suelo tiembla bajo los cascos de los caballos. Francisco de Gálvez salta de su montura, la pesada armadura crujiendo con su movimiento.Su mirada está clavada en Felipe, que yace indefenso sobre la tierra empapada de sangre.Sin demora, levanta su espada, listo para asestar el golpe final.Su rostro es una máscara de odio puro.No grita, no habla. Solo actúa, impulsado por una furia que ha superado incluso su propia voluntad.La espada brilla en el aire.Todo parece ralentizarse en ese instante.La hoja desciende, buscando el corazón de Felipe.Pero un grito cortante rasga el bullicioso estruendo de la batalla.—¡No!Eleonora, como un relámpago, surge entre los combatientes.En sus manos, su espada reluce, temblando de determinación.En un movimiento desesperado y certero, encuentra una rendija entre las placas de la armadura de Francisco —un pequeño espacio olvidado en su ambición por la victoria— y hunde su espada hasta la empuñadura.El filo atraviesa carne y costillas con un so
El sol apenas comienza a elevarse sobre los escombros de Lirven, teñido de rojo por el humo y la sangre aún fresca. Las banderas de Elyndor ondean sobre las torres resquebrajadas, y el aire, aunque libre de gritos, todavía huele a dolor.Los soldados gritan con júbilo, felices de haber ganado una guerra y haber sobrevivido a tantas batallas, sin embargo, Eleonora, siente el peso de esta guerra sobre sus hombros. Cada muerte de los suyos o de los contrarios, fue una vida humana que se perdió y esto duele. No obstante, también está la satisfacción de seguir con vida y al lado de su gran amor.—Alejandro —dice ella con firmeza, la voz baja pero cargada de urgencia.Él gira el rostro hacia ella y sus ojos se encuentran. Sonríe ampliamente, orgulloso de la mujer que tiene a su lado.—¿Qué sucede? —pregunta, percibiendo de inmediato que algo está mal.Eleonora traga saliva. No es fácil contar lo que viene. Su cuerpo aún tiembla por dentro. El recuerdo del momento en que atraviesa a Francis
Las paredes blancas del hospital se abren paso mientras la camilla avanza a toda velocidad.—¡Código azul, código azul! —grita la enfermera con desesperación. El sonido de sus pasos retumba en el pasillo. Su corazón late con fuerza. Clarisa no es solo una paciente, es su amiga desde el colegio, y verla en ese estado deplorable le hiela la sangre.El obstetra logra estabilizarla por un momento, pero sabe que está caminando sobre una cuerda floja. Si no actúa de inmediato, la perderá. Conoce a Clarisa desde hace cinco años y, más allá de la relación médico-paciente, la estima como a una amiga. Siente un profundo respeto por ella y por Philip, su esposo.—Marcela, debemos actuar ya. Tu hija no aguantará por mucho más tiempo —las palabras del médico arrancan a la mujer de su ensimismamiento. Está tan aterrorizada que apenas asimila lo que ocurre a su alrededor.—Tenemos que esperar a Philip. Clarisa no quiere dar a luz sin él —dice Marcela con la voz temblorosa. Sabe que está tomando un r
Clarisa hiperventila. El aroma denso a hierbas la envuelve como un manto pesado y asfixiante, recordándole los funerales. Su cabeza da vueltas. No entiende nada. ¿Dónde está? ¿Quién es esa joven que la observa con el ceño fruncido y la cabeza gacha? —Mi lady… ¿por qué quiso quitarse la vida? —La doncella habla en voz baja, como si temiera ser escuchada. No debería ser tan atrevida, pero necesita confirmar sus sospechas. Un escalofrío recorre la espalda de Clarisa. ¿Quitarse la vida? Nunca lo haría. No ahora. No después de tanto luchar para convertirse en madre. Solo aquella vez, aquella terrible vez, había deseado morir. Aquella noche en la que él se fue. —No sé quién eres, pero te aseguro que, aunque quisieran matarme, me aferraría a la vida como una garrapata a su presa —su voz suena firme, aunque temblorosa por el llanto—. No he hecho tal cosa. La doncella asiente con convicción. —Lo sabía. Fue su madrastra. Ella le dio ese té siniestro y… —¿Madrastra? —Clarisa la interr
Clarisa sacude la cabeza con brusquedad. ¿Escuchó bien?—¿Cómo me llamó? —intenta que su voz suene firme, pero un leve temblor la traiciona.Brígida sonríe, una risa áspera que no se molesta en ocultar.—Clarisa. Aunque, para ser precisos, debería llamarte Eleonora. Ese es tu nombre ahora. —Su mirada penetrante examina cada reacción de Clarisa—. Pero sería mejor que te acostumbres cuanto antes. Tu bien y tu seguridad dependen de ello —Su tono se endurece –Debes entenderlo de una vez: tu presente es tu pasado, y tu pasado es ahora tu presente.Clarisa no parpadea. Sus ojos recorren el rostro de la mujer con desesperación, buscando alguna señal de empatía. Quizá esta extraña pueda ayudarla.—Señora, ¡por favor, ayúdeme! No sé dónde estoy. Necesito regresar con mi hijo. Mi familia me espera. —La súplica en su voz es desgarradora.Brígida ladea la cabeza y, por un instante, su expresión se suaviza.—Esa vida ya no te pertenece —Sus palabras son un golpe seco –Tu alma eligió regresar a est