El palacio de Alejandría está más silencioso que de costumbre.

Después de la partida de Edward y su familia, Amaris nota cómo el tiempo parece extenderse. Los días se alargan con parsimonia. La ausencia de Edward le deja un espacio libre en el corazón y en la agenda, un espacio que decide llenar buscando otras presencias que ha descuidado. Una tarde, mientras repasa en su mente todo lo vivido en los últimos días, nota que la presencia de su abuela se ha disminuído casi por completo.

—¿Dónde está la abuela? —pregunta durante el almuerzo al no verla sentada a la mesa.

Eleonora se limita a decir que ha estado descansando. Alejandro desvía la mirada.

Esa noche, la duda crece y se apodera de sus pensamientos. Amaris camina por los pasillos silenciosos del castillo hasta llegar a los aposentos de la reina madre. Golpea suavemente la puerta.

—¿Abuela? ¿Puedo pasar?

—Claro, querida —responde una voz suave, algo ronca.

La habitación huele a plantas aromáticas. Las cortinas están entreabiertas