A la mañana siguiente, la luz del sol entraba a raudales por las ventanas mientras estaba sentado frente a Lino en la mesa del comedor. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el de los cruasanes calientes y los huevos revueltos, pero no tenía apetito. Mi mente estaba demasiado enredada con los sucesos de la noche anterior y la conversación que sabía que se avecinaba.
Lino tomó un sorbo de su café, sin apartar la mirada de la mía. Su calidez habitual se veía atenuada por una seriedad que me revolvía el estómago. Sabía que tenía que afrontarlo, pero el peso de lo que estaba a punto de revelar era casi insoportable.
—Juan —comenzó, con voz tranquila pero cargada de tensión—. ¿Por qué no me contaste lo de Dameen?
Bajé la mirada a mi plato, incapaz de sostenerle la vista. —No quería preocuparte —admití en voz baja—. Y pensé que podría soportarlo.
Enzo se inclinó hacia delante, con el rostro endurecido. —¿Encargarme yo? Violet, estás embarazada. No puedes irte a enfrentar a alguien