La lanza que brotó de las manos de Ciel vibraba con una fuerza imposible de describir: no era solo luz, ni solo oscuridad, era ambas cosas en un equilibrio precario, como si todo el universo hubiera encontrado un instante de tregua dentro de ella.
El vacío entero se abrió con su paso. Cada pisada que daba rompía el suelo en grietas de plata y obsidiana.
Artaxiel rugió, extendiendo sus alas de sombra que devoraban las estrellas.
—¡Eres mía, Eclipse! ¡No puedes existir sin mí!
Ciel apretó los dientes, la lanza temblaba en su mano.
—Entonces mira cómo existo contra ti.
Con un grito, corrió hacia adelante.
El titán bajó su garra, un abismo de oscuridad, y la lanza chocó contra ella. La colisión sacudió no solo el vacío: los cielos en el mundo real se quebraron, la luna carmesí se partió en un millón de fragmentos que llovieron como brasas ardientes sobre el campo de batalla.
Afuera
Los clanes de Azereth aullaban, algunos de rodillas, otros con las manos alzadas hacia el cielo.
—¡Es él! ¡E