El espejo invisible del vacío se quebró en mil pedazos, flotando como fragmentos de luz y sombra alrededor de Ciel. Ella permanecía en pie, temblorosa, mientras el titán de Artaxiel se retorcía en la penumbra.
Su voz retumbaba en el abismo:
—Crees que puedes desafiarme, niña… ¿a mí, que moldeé la noche y la sangre?
Ciel respiraba con dificultad, los ojos celestes bañados por lágrimas ardientes.
—No me importa lo que hayas sido. No me importa si eres el primero, el eterno, el origen. Yo no nací para ser tu prisión ni tu herencia.
Artaxiel estalló en carcajadas, un eco abismal que sacudió todo alrededor.
—Tus palabras son aire. Yo soy tu sangre. Yo soy tu oscuridad.
Ian, herido pero en pie, se acercó a ella.
—Ciel, no lo escuches. Eres más que su sombra.
Ciel lo miró, y por un instante, la duda brilló en sus ojos. Las cadenas rotas aún se arrastraban por el suelo del vacío como serpientes vivas. El poder de Artaxiel se extendía, tratando de envolverla de nuevo.
—No puedo… —susurró ella—