El vacío era un océano de sombras infinitas. Cada paso de Ian hacía eco, como si caminara sobre vidrio quebrándose. Frente a él, Artaxiel alzaba su silueta monstruosa, colosal, con alas que parecían cubrir todo el cielo. Su voz era un trueno que no se escuchaba, sino que se sentía en los huesos.
—Eres insignificante, Ian. Ni tu sangre ni tu linaje bastan para sostenerla. Yo fui el primero, yo soy el origen. Ella nació para ser mi recipiente.
Ciel, encadenada a los pies de aquella criatura, temblaba. Su cuerpo estaba cubierto de grilletes oscuros que latían como venas vivientes.
—Ian… no puedes ganar… Él es eterno.
Ian la miró, arrodillándose frente a ella.
—No me importa si es eterno. Lo único que me importa eres tú.
Las cadenas se tensaron, intentando alejarla de él, pero Ian apretó los dientes y sostuvo sus manos. El vínculo de sangre ardía en su interior, como si un sol lo estuviera consumiendo vivo.
—No pienso entregarte, Ciel. Ni a él, ni a nadie.
Artaxiel rugió, extendiendo una