Ciel se desplomó en los brazos de Ian, temblando, con el sudor resbalando por su frente. El resplandor que había nacido en ella poco a poco se apagaba, pero no desaparecía del todo; quedaba como un pulso latente bajo su piel, como si una estrella estuviera atrapada en su interior.
El campo de batalla estaba en ruinas. Muros derrumbados, cadáveres de guerreros de distintos clanes esparcidos, y en el aire aún flotaban restos de polvo y ceniza de lo que había sido el choque entre luz y oscuridad.
Un silencio sepulcral reinó por unos instantes. Nadie se atrevía a moverse. Incluso los más fieros guerreros miraban a Ciel como si tuvieran frente a ellos no a una muchacha, sino a un ser divino y aterrador.
Leonardo, apenas en pie, sostenía su costado sangrante. Cada respiración era un suplicio, pero sus ojos estaban fijos en ella, brillantes de lágrimas.
—Ciel… —murmuró, con la voz quebrada—. Sigues siendo tú…
Ella lo miró, con el corazón apretado, pero en sus labios había un temblor extraño.