El vacío se estremecía como un corazón en agonía. Cada segundo que pasaba, la frontera entre la luz y la oscuridad se quebraba, como un espejo resquebrajado que amenazaba con romperse en mil pedazos.
Ciel estaba en medio, de rodillas, con el cabello cayendo como cascada entre luz y sombras. Su piel brillaba y al mismo tiempo se agrietaba, como si algo desde dentro quisiera desgarrarla.
—No puedo… no puedo más… —susurró, con la voz entrecortada, mirando la nada.
Detrás de ella, Artaxiel se erguía como un dios hecho de oscuridad. Su rostro era un remolino de sombras, con ojos plateados que lo observaban todo, cada par distinto, cada uno con un brillo que parecía ver en diferentes dimensiones. Sus alas se extendían más allá del horizonte, y de su cuerpo caían cadenas hechas de tinieblas que reptaban hacia Ciel como serpientes hambrientas.
—Sí puedes… —gruñó Ian, levantándose del suelo del abismo, la espada en la mano, el pecho aún sangrando de la embestida anterior—. Porque no estás sola