El campo de batalla quedó envuelto en un silencio sepulcral tras la desaparición de Artaxiel.
Las llamas que antes devoraban el cielo se apagaron lentamente, y las sombras que asfixiaban la tierra retrocedieron como si jamás hubieran existido.
Ciel, jadeando en los brazos de Ian, apenas podía mantener los ojos abiertos. Su piel brillaba con un resplandor extraño, mezcla de luz y oscuridad. Era como si en ella convivieran dos mundos imposibles de reconciliar.
Los guerreros de Azereth, al ver que el titán había caído, cayeron de rodillas. Sus voces, roncas de fanatismo, retumbaron como un canto de funeral:
—¡Eclipse! ¡Eclipse! ¡La portadora del eterno!
Kaelion, con el rostro desencajado, observaba desde la distancia. Su voz fue apenas un murmullo, pero cargado de horror:
—No lo entienden… ella no lo destruyó… lo liberó. Artaxiel ahora es libre… y nadie podrá detenerlo si encuentra un nuevo recipiente.
Leonardo, con el hombro aún ensangrentado, avanzó cojeando hacia el centro, blandiendo