El ojo del Devorador no era un ojo en el sentido humano: no tenía iris ni pupila. Era un abismo líquido, donde giraban constelaciones rojas y negras, como si el cielo se hubiera invertido dentro de él. Mirarlo demasiado tiempo era sentir que tu propia sangre quería salir de tu cuerpo para obedecerlo.
Ciel apretó la lanza.
—No lo dejaré salir… —su voz sonó como un juramento, pero también como un rezo desesperado.
Leonardo dio un paso adelante, colocándose a su lado.
—Entonces no mires al ojo. Escúchame, hija… —Hizo una pausa breve, notando el peso de la palabra hija—. No dejes que te reclame.
Ian se mantuvo un poco detrás, con el arco preparado. Aunque intentaba ocultarlo, su respiración entrecortada y la sangre en su costado mostraban que estaba al límite.
—Ese… ese poder… —murmuró—. Está llamando a todos los que tienen sangre vampírica.
Y así era. Desde la grieta, un pulso oscuro se expandió como olas invisibles. A lo lejos, en lo profundo del bosque, aullidos y chillidos se mezclaro