El aire se volvió denso, como si el bosque entero contuviera el aliento.
La luz plateada que brotaba de Ciel pulsaba al ritmo de su corazón, cada latido más fuerte, más doloroso, como si una parte de su alma estuviera siendo arrancada.
—¡Ciel, no! —la voz de Leonardo fue un rugido desesperado, pero no se atrevió a tocarla—. ¡Si lo haces, no habrá vuelta atrás!
El cazador dio un paso más, la tierra tembló, y su sombra cubrió a todos como una marea oscura.
En sus ojos de fuego, ya no había hambre… sino reconocimiento.
—Eres mía —dijo aquella voz en su mente, profunda como un trueno en el abismo—. Sangre de eclipse… mi sello y mi libertad.
Un destello rojo cruzó la niebla: el líder de los exiliados cargaba hacia ella con una daga curva, gritando un juramento en un idioma olvidado.
Leonardo lo interceptó, el choque de las espadas lanzó chispas al aire.
Ian, con el rostro cubierto de sangre, se arrastró hasta Ciel y la sujetó del manto.
—Escúchame… —susurró, con voz rota—. Si lo sellas, la