Las puertas del patio central se abrieron de golpe, dejando entrar un viento helado cargado del olor metálico de la sangre. Afuera, una fila de figuras encapuchadas avanzaba con paso firme, abriendo paso entre los centinelas que intentaban bloquearles el camino.
Leonardo caminó al frente, cada paso resonando sobre las piedras, y se detuvo justo en el centro, esperando. Su mano descansaba sobre la empuñadura de su espada, pero no la desenvainó todavía.
—¿Así saluda ahora el clan de Artaxiel? —su voz resonó fuerte, cargada de desprecio—. Invadiendo territorio ajeno como ladrones de noche.
La figura que encabezaba la comitiva retiró la capucha. El rostro pálido, marcado por una cicatriz que atravesaba su mejilla, sonrió con una calma venenosa.
—Leonardo… siempre tan dramático. No hemos venido a pelear… todavía.
—Entonces retrocede y dile a Artaxiel que, si quiere algo de mi casa, tendrá que venir él mismo —replicó Leonardo, adelantándose un paso—. Y esta vez no me encontrará dispuesto a