El cielo se cubrió de nubes densas, ocultando las últimas luces del día. El viento soplaba con un murmullo extraño, como si el bosque mismo quisiera advertirles que no entraran.
Ciel ajustó la capa sobre sus hombros, sintiendo cómo el frío se colaba hasta sus huesos. A su lado, Ian caminaba apoyándose en un bastón improvisado, cada paso dejando un rastro de sangre seca en el suelo. Leonardo lideraba, con una antorcha en la mano y la mirada fija hacia el horizonte.
—Manténganse cerca —ordenó con voz baja—. En este lugar, lo que escuchas puede no ser real… pero lo que ves, siempre lo es.
El Bosque Negro no era como los demás. Sus árboles, altos y retorcidos, parecían formar figuras humanas que se inclinaban sobre ellos. La niebla se espesaba a medida que avanzaban, y pequeños destellos rojos aparecían y desaparecían entre las sombras.
—¿Qué son esas luces? —preguntó Ciel, apretando el paso.
—Ojos —respondió Leonardo sin girarse—. Depredadores menores. No nos atacarán… todavía.
Ian hizo