El primer rayo del amanecer se filtró por entre las cortinas, pintando de oro tenue las paredes del cuarto. Ciel abrió los ojos lentamente. El calor de la manta y el murmullo lejano de rezos aún resonaban en su mente. Por un momento, pensó que todo había sido un sueño. Pero el nudo en su pecho seguía ahí. Real.
Se incorporó con esfuerzo. Sentía el cuerpo pesado, el alma aún más. Afuera, en el pasillo, escuchó pasos y el crujir leve de la madera. Salió de la habitación y se encontró con la imagen que más la quebró: su padre, Leonardo, de pie frente al altar familiar, con los ojos cerrados, sus labios moviéndose en una oración silenciosa. A su lado, velas consumidas hasta la mitad y una taza de café frío.
Él había pasado la noche allí.
Ella se acercó despacio, sin saber si interrumpir o unirse. Pero Leonardo sintió su presencia y giró el rostro. Sus ojos, rojos por el desvelo, se suavizaron al verla.
—¿Dormiste bien? —preguntó con voz grave, pero amable.
Ciel asintió en silencio, y bajó