Los dos pares de ojos brillaban en la espesura, estáticos, como si no necesitaran parpadear. Uno era rojo como la sangre derramada, el otro de un ámbar frío e inhumano. Ninguna hoja crujía bajo sus pies. Ningún sonido delataba su presencia.
—¿Entonces esa es la niña? —murmuró una voz femenina, rasposa como el roce de un cuchillo contra piedra.
—La sangre no miente —respondió otra voz, más profunda, masculina—. La marca de Ian aún arde sobre su cuello.
—Jordan también la tocó —dijo ella, con desdén—. ¿Qué clase de padre permite que dos bestias jueguen así con su hija?
Él no respondió de inmediato. Luego, murmuró:
—Uno que ya no tiene otra opción.
Desde las sombras emergieron dos siluetas. La mujer llevaba un vestido negro que se fundía con la oscuridad, su piel pálida como mármol. En su frente, un símbolo antiguo grabado a fuego. El hombre, envuelto en una capa roja como el crepúsculo, sostenía entre los dedos una daga curva bañada en sangre seca.
Eran miembros del Consejo de la Median