El amanecer bañó con un resplandor frío las murallas de la fortaleza Vorlak. El eco de la batalla aún vibraba en los pasillos, como si las piedras mismas recordaran los rugidos de poder, las ilusiones disipadas y la fuerza de la sangre híbrida que había cambiado el rumbo de la noche.
Ciel, agotada, se mantenía erguida en el salón principal. Sus ojos brillaban con ese resplandor único que la delataba como algo más que humana, más que vampiro. Los nuevos portadores la observaban con una mezcla de respeto y devoción: no solo había liderado la defensa, sino que había demostrado que cada uno de ellos podía convertirse en parte de una sinfonía perfecta.
—Tu aura los envuelve —dijo Jordan, acercándose con voz baja, cuidando que los demás no escucharan—. No es solo poder, Ciel. Les das confianza. Y eso es más difícil de forjar que cualquier habilidad.
Ciel lo miró en silencio, reconociendo en sus palabras una verdad incómoda: sin ella, ese grupo habría caído. Y lo peor era que los clanes enem