El resplandor del portal los envolvió como un torbellino, y en cuestión de segundos el olor a ceniza y sangre fue reemplazado por el aroma húmedo de los bosques que rodeaban la casa de Leonardo. Ian cayó de rodillas, aún con Ciel en brazos, sintiendo cómo la temperatura de su piel descendía peligrosamente. Ella estaba pálida, con los labios casi morados, su respiración irregular.
—Aguanta, Ciel… por favor, aguanta —murmuraba Ian, como si sus palabras pudieran devolverle la vida.
Leonardo apareció detrás de él, jadeante por el esfuerzo. El portal se cerró a su espalda con un estruendo metálico, como si dos mundos se hubieran separado de golpe.
—Rápido —ordenó con voz grave—. Llévala a la habitación principal. Yo prepararé las protecciones.
Ian no perdió tiempo. Subió la escalera de madera de la vieja casa con pasos largos, sintiendo cómo cada movimiento arrancaba un suspiro débil de los labios de Ciel. Al llegar al cuarto, la colocó con cuidado sobre la cama. Su cabello estaba húmedo,