El sonido llegó primero como un murmullo.
Un crujido entre los árboles, apenas perceptible, pero distinto al movimiento natural del viento.
Ciel lo reconoció de inmediato: pasos. Varios.
Dejó el palito del helado a un lado y se incorporó sin hacer ruido. Ian ya estaba de pie, con los sentidos agudos, los ojos entornados, buscando el origen del ruido.
El niño seguía dormido, pero su pulso comenzó a alterarse, como si su sangre respondiera a una presencia cercana.
—Están aquí —murmuró Ciel.
Ian asintió.
De entre las sombras, una figura apareció. Luego otra.
Eran tres, cubiertos con capas negras, los símbolos del clan de Alexandre grabados en el pecho. Sus ojos, rojos y brillantes, se movían rápido, buscando algo.
Uno de ellos levantó el rostro, olfateando el aire.
—Puedo olerla —dijo con una sonrisa torva—. La sangre del eclipse… y el traidor que la acompaña.
Ian lo escuchó sin moverse, el cuerpo tenso.
Ciel retrocedió hasta donde dormía su hijo, cubriéndolo con la manta.
—No hagas ruid