El rugido del cielo se oyó hasta en las montañas del norte.
Los ríos se detuvieron por un instante, el viento se apagó.
Y luego… todo estalló.
Un resplandor dorado descendió sobre los territorios vampíricos, seguido por una onda de energía tan inmensa que hizo colapsar las torres de Vorlak.
El suelo se abrió en grietas profundas, como si la tierra misma sangrara.
Jordan, cubierto de polvo y ceniza, levantó la vista hacia el firmamento.
Allí, en medio del caos, una esfera de luz flotaba sobre los restos del santuario.
En su centro… dos siluetas.
—No… —susurró—. Ciel…
Corrió hacia el portal.
El aire le quemaba los pulmones, pero no se detuvo.
Cuando llegó, vio a Leonardo de rodillas, con las manos extendidas hacia la luz, como intentando alcanzarla.
Sus ojos lloraban sangre.
—¡Padre! —gritó Jordan, tomándolo por los hombros—. ¿Qué está pasando?
Leonardo lo miró con una expresión rota.
—Ella lo eligió… —murmuró—. La sangre de ambos se unió.
—¿Qué significa eso?
—Significa… que ya no hay